Ya está la noticia por todos lados. Es curioso el alcance mediático que puede tener la muerte de un director del que la gran mayoría del público no ha oído hablar en su vida. Y hablo de ese público que quedaría espantado si por quien sabe qué broma del destino entra en un cine a ver una película de Rohmer. Por desgracia, las películas de este señor no eran precisamente las que alimentaban las multisalas de los centros comerciales. Un alcance mediático que se justifica por ser un representante de una cultura de primera división, alejado de los blockbusters de ahora o del cine comercial americano de siempre. Un exponente de aquello que fue una nueva manera de hacer cine, de ver cine y de escribir sobre cine: la nouvelle vague.
Sus películas no podían ser más pequeñas, más sencillas, contar tan pocas cosas, ser aparentemente tan poco interesantes sobre el papel; ¡pero como las contaba!, su cine era (es) pura magia, pura sensibilidad; era capaz de mantenernos (a algunos) embobados ante la pantalla simplemente viendo como dos personas (normalmente hombre y mujer) hablaban pausadamente, se miraban y paseaban. Que simpleza, que grandeza. Una parte de la magia del cine se ha ido con él.
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