Aprovecho el apoyo que este mes de enero hace SCIFIWORLD MAGAZINE a "La herencia Valdemar" para aportar mi granito de arena al asunto. Para ello incluyo en este blog un artículo que publiqué hace pocas semanas en la web "Pasión por el cine", donde también colaboro.
Películas como “La herencia Valdemar” –lo que es sólo una frase hecha, pues pocas así, por no decir ninguna, se han hecho en las últimas décadas en nuestro país; y no, no me estoy olvidando de “El orfanato” de J. A. Bayona– inspiran al cronista, comentarista, crítico, ensuciacuartillas, o como queráis llamarle, un planteamiento bien distinto al que surge cuando es necesario enfrentarse a cualquier otra película. En su caso, lo que uno se plantea es si debe analizar al público que va a ir a ver la película –o más bien al que no va a hacerlo–, en lugar de analizar la película en sí misma.
Que Paul Naschy forme parte del reparto no es ninguna casualidad (mucho menos cuando en una escena existe un homenaje explícito y cómplice a su lobuno Waldemar, esta vez con doble v). En aquellos años setenta el citado cineasta cogía las de Villadiego e iba por libre, siguiendo su propio criterio, sus propias inquietudes, sin hacer concesiones de ningún tipo y obviando ese mal crónico que existe en nuestro país, el de infravalorar –por no decir despreciar– lo autóctono; cosa que no se puede entender más que como un complejo de inferioridad grabado a sangre y fuego en la genética nacional. ¿Por qué no podemos creernos que en nuestras calles, que no son las de Nueva York ni las de Londres, sucedan hechos extraordinarios, o furiosas persecuciones automovilísticas, o tiroteos, o posesiones diabólicas, o…? Afortunadamente eso está cambiando, ahí tenemos la extraordinaria “Celda 211” de Daniel Monzón como muestra, además de alguna serie de televisión, y ahora tenemos “La herencia Valdemar”. Todo esto viene a cuento para ponernos en situación respecto a lo que siente el público en general (el gran público, esa masa amorfa que por otro lado es la que se deja la pasta en taquilla) cuando se enfrenta a una película española que se adscribe al género fantástico de una forma directa, sin intentar aparentar que no lo es (tanto española como fantástica), ni que desearía ser otra cosa. Una película como “La herencia Valdemar”, todo hecho desde un ánimo modesto pero no apocado respecto a sus pretensiones, como el buen cine clásico, aunque nada humilde en los medios utilizados para conseguirlo.
José Luis Alemán ha demostrado tenerlos de hormigón, como se suele decir, siendo valiente y siguiendo esa tradición de lucha contra los elementos, poniendo toda la carne en el asador para intentar crear una película honesta, conjugando equilibradamente los teoremas más clásicos del género con gotas de modernidad que no hacen más que actualizar ese clasicismo (nada de postmodernismos ni mixturas), manteniéndose no obstante elegante en todo momento. Sin efectismos vacuos, ni planos nerviosos, ni sustos baratos de tren de la bruja, sin oscuras estrategias de marketing presentes ya en el mismo papel del guión –como en otros casos–, una estrategia propia de lo que podríamos llamar una mercenaria ingeniería de mercado (y no quiero señalar a nadie, pero estoy pensando en alguien citado no muy lejos de aquí, en otro párrafo, de cuyo nombre de pila figuran solo las iniciales), que suplanta la honestidad artística (la comercial nadie la pone en duda) y la sustituye por la concesión a la taquilla; ésta sí sin concesiones, valga la redundancia. Muy al contrario, el trabajo de José Luis Alemán está muy lejos de todo eso, se arriesga ante un (gran) público con el que a priori se intuye una relación de enfrentamiento, un público que se define a sí mismo yendo en masa (por no decir de forma borreguil) a ver sandeces como “2012” o a comprar el último best-seller que le colocan por delante de los morros en pilas pantagruélicas, situadas en medio del pasillo de su hipermercado de (des)confianza. Realiza así una película de un empaque técnico envidiable (entiéndase esta palabra en su más amplísimo sentido), que pone todas sus cartas sobre la mesa, sin esconder nada a nadie.
Por no esconder, no esconde siquiera la existencia de una segunda parte, ya rodada, y que esperemos tarde poco en estrenarse; una vez llegue primero “La herencia Valdemar”, que podrá verse en salas desde el día 22 de enero. Conocimiento de esta segunda parte, por otro lado, que debe tener muy en cuenta quien vaya a ver la presente, para que el mal sabor de boca que deja el coitus interruptus se transforme en ansiosa impaciencia; cosa mucho más saludable, donde va a parar.
Sólo se le puede echar en cara a José Luis Alemán un cierto exceso de protagonismo de la música en algunos pasajes (pocos), que pudiera haberse limitado a ser algo más discreta; sin que esto enturbie su claro objetivo dramático, que consigue. El tono de las interpretaciones –desigual en sus calidades, cosa también reprochable aunque digna de perdón, no olvidemos que estamos ante una opera prima– no está afectado por una gravedad que las aleje del cine “de género”, que las enmascare como inmersas en otra cosa, sino que mantiene el empaque propio de un contexto que en todo momento está al servicio del toque fabuloso que se pretende dar a la historia. Ni siquiera la bien encauzada historia de amor entre Lázaro y Leonor entra en sentimentalismos excesivos y se mantiene creíble y armoniosa con el resto de subtramas. Al igual que sucede en “Celda 211”, “La herencia Valdemar” demuestra que su director no anhela convertirse en un autor (en el más peyorativo sentido del término), sino que su intento loable es el de hacer un trabajo bien hecho, como los clásicos, siempre de cara al público aunque desde unas coordenadas propias claras e inquebrantables. Conoce y ama el cine de género y quiere formar parte de él, pero no de cualquier manera, no a cualquier precio. Su apuesta es arriesgada, y por eso mismo mucho más valiosa. Es uno de los nuestros y debemos estar a su lado. Su labor demuestra un profundo respeto por el público; esperemos, una de dos, que ese público sepa respetarle a él o, mucho mejor, que ese público demuestre ser merecedor del respeto que se le brinda y esté a la altura de las circunstancias. Nunca mejor dicho, ahora cada cual se retratará en taquilla.
“La herencia Valdemar” no es ninguna película de intención inocua; ese “los periodistas no son más que gente que ha fracasado en sus carreras” (o similar) puesto en boca del personaje de Aleister Crowley –vista la película en un pase “de prensa” como ha sido mi caso– no deja de tener su gracia. Por no decir de los continuos guiños de aficionado, como incluir como personaje a Bram Stoker o al ya citado Aleister Crowley, maestro de ceremonias de los momentos más subversivos. Planteada como un flashback desde la actualidad hasta una época pasada, nos sumerge en la trama con tranquilidad, con la placidez de quien es sabedor de la enorme cantidad de minutos que tiene por delante (segunda parte incluida). Hasta que en cierto momento esa serenidad se convierte en una serpiente ágil, sinuosa pero rápida, que nos empuja hasta un final abrupto, al mismo abismo. Pero habrá más.
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