El mundo del cómic siempre estuvo muy relacionado con el cine, especialmente en lo que atañe a géneros tan populares como son el de aventuras y la ciencia-ficción. Tenemos que remontarnos al año 1929, de aciago recuerdo para los Estados Unidos, y hoy, por desgracia, tenido muy presente en todo el mundo, para buscar los orígenes de esa relación. El día 7 de enero de 1929 surgía en el formato de tira diaria uno de los primeros héroes de la historieta de ciencia-ficción, “Buck Rogers in the 25th Century A. D.”, basado en un relato de Phillip Francis Nowlan publicado en 1928 en el pulp “Amazing Stories”, donde el personaje tenía un nombre ligeramente diferente (Anthony Rogers, concretamente). El propio Nowlan era el guionista de esta historieta dibujada por Dick Calkins, cuya publicación se vio ampliada mediante la introducción del personaje en el más vistoso formato de las planchas dominicales desde el día 30 de marzo de 1930. Dichas planchas dominicales fueron las verdaderas causantes de que hoy esa historieta sea digna de mención, no las tiras diarias, y de cuyo éxito –dicen las malas lenguas– parece más responsable un dibujante en el anonimato, de nombre Russel Keaton, que el propio Dick Calkins, aunque fuera éste quien firmara el trabajo. Llegaban más tarde otros aventureros del espacio, como “Jack Swift”, escrita y dibujada desde 1930 por Cliff Farrell y Hal Colson respectivamente, y “Brick Bradford”, con William Ritt en los guiones y Clarence Gray a cargo de los dibujos, ésta desde 1933; historietas de ciencia-ficción que abrirían el camino al género en el mundo del cómic. Pero fue la llegada de la plancha dominical de “Flash Gordon” en 1934 la que dejó una mayor impronta en la memoria de los aficionados a la historieta. Ilustrando textos de Don Moore, el maestro Alex Raymond fue desde ese momento considerado –junto con Harold Foster (autor de las planchas dominicales de “Tarzán” desde septiembre de 1931 y de “Príncipe Valiente” desde 1937)– el paradigma, la referencia a superar y el nivel de excelencia hacia el que tender por todos los dibujantes realistas posteriores. El nivel que Raymond alcanzó en el dibujo de “Flash Gordon” tendría continuación con los no menos magistrales Dan Barry y el recientemente fallecido Al Williamson, entre otros, que, no obstante, no serían tan relacionados con el personaje como el primero de sus dibujantes.
La relación entre “Flash Gordon” y el cine comienza en 1936 con un serial de trece episodios protagonizado por el nadador olímpico Buster Crabbe (el único actor que tiene a los personajes de Buck Rogers, Flash Gordon y Tarzán dentro de su filmografía). A esta primera incursión seguirían otros seriales y series de televisión, ya fueran de animación o de imagen real, e incluso una parodia erótica titulada “Flesh Gordon” (1974), dirigida por Michael Benveniste y Howard Ziehm, que en ningún caso han dejado tanto recuerdo como este primer largometraje producido por Dino De Laurentiis en 1980 del que nos ocupamos ahora. Y no será el único, pues el eficaz Breck Eisner –director de la reciente “The Crazies” (2010)– ya prepara una nueva versión cuyo estreno se espera en 2012. Como no podía ser de otra manera, existe una lógica correspondencia entre las aventuras de Flash Gordon que dibujó Alex Raymond y la que introduce esta versión cinematográfica. El inicio de su argumento es prácticamente el mismo y la aventura que viven los personajes luchando contra el malvado Ming bien pudiera ser cualquiera de las aventuras escritas por Don Moore –autor que siempre se mantuvo en el anonimato– para las planchas dominicales. Los personajes y entornos principales igualmente están todos: Flash, su novia Dale Arden, el malvado Ming, el mad doctor Zarkov, la princesa Aura, el príncipe Barin, los hombres halcón, los paisajes de Mongo y Arboria. También está presente el erotismo que plasmaba Raymond en sus sensuales personajes femeninos, cuyas curvas aun no sufrían en los Estados Unidos la censura que poco tardaría en soportar el cine con el inminente código Hays. Pese a estos paralelismos, el tono general de este “Flash Gordon” –la película– discurre activa e intencionadamente por terrenos cercanos a la parodia.
No es en la figura de su director, Mike Hodges, el punto desde donde debemos partir para un análisis de “Flash Gordon”. En este caso estamos ante una película que hay que considerar desde una perspectiva necesariamente centrada en la figura de su productor, Dino De Laurentiis, pues se trata de una película que emparenta claramente con las características habituales de gran parte de su cine. Fue Jesús Palacios quien categorizó con honores de trilogía –trilogía kitsch la llamó– a tres de las producciones que componen la larga filmografía de De Laurentiis. Éstas tienen su origen en cómics de gran éxito en su momento y en su país de procedencia. Nos referimos a la estimulante “Diabolik” (Diabolik, 1968), de Mario Bava, a la aburridísima y sobrevalorada “Barbarella, la Venus del espacio” (Barbarella, 1968), del siempre execrable e incapaz Roger Vadim, y a la cinta que nos ocupa. La película de Bava –aunque con rasgos comunes a las de Vadim y Hodges– es más convencional, más adulta y a la vez más conseguida que el resto; no en vano el gran Mario Bava estaba al frente de la misma. En cambio, las dos últimas son portadoras de una estética delirante y de una desbordante sensualidad; elementos ambos que conforman sus virtudes más sobresalientes dentro de un contexto argumental –en el caso de la película de Vadim por llamarlo de alguna manera– cargado de superficialidad y de falsa ingenuidad en su tratamiento; lo que para nada quiere decir que pueda achacársele cierto infantilismo (la constante alusión al terreno de lo sexual hace eso obvio), sino que posee un alcance tan primario en su enfoque como sugerente en su erotismo. Orientación ésta que quizá sea la más acertada para la expresión y la percepción de un sentimiento o sensación puramente instintivo e irracional como es la sensualidad, que representa una de las pocas parcelas del hombre en las que aún se le permite y se le acepta como lícito e irreprochable un comportamiento natural, asilvestrado, desde el que reclama, sin excusas hipócritas ni coartadas sociales, la condición de sencillo animal que todavía le pertenece como ser humano. De esa naturaleza primordial procede el hecho de que argumentos de exiguo o nulo atractivo –según el caso– se vean desplazados en su (precario) interés por el placer que proporciona la visión de bellas y seductoras mujeres, la contemplación de colores y formas atrayentes, de escenografías extravagantes y de paisajes y vestuarios que exageran su función estética para transformarla en un fin en sí mismo; complementos estos que, entendidos desde la mayor de las ortodoxias técnicas, deberían ser meros apoyos a elementos más importantes, de mayor enjundia, y no lo que aquí terminan siendo.
La subversión ante eso que hoy entendemos como lo “políticamente correcto”, hablando respecto al punto de vista desde el que se debe enfocar el papel de la mujer en la sociedad, está bien presente en estas tres películas, que no dudan en resaltar el erotismo o la sexualidad exacerbada como una de las supuestas virtudes del “sexo débil”. Cualidad que aquí las féminas utilizan –en el mejor de los casos– para solaz y descanso del guerrero en favor de sus partenaires, si no lo hacen como una forma más con la que conseguir los aviesos objetivos que le dicta su otra más amplia cualidad de arpía. Ya hablando específicamente de “Flash Gordon”, el diseño artístico general, de escasa o nula sofisticación, reside en un –aparente– nivel de simplicidad también primario en su naturaleza, ajeno a cualquier intento de practicar el atributo de la elegancia o el buen sentido del gusto, artificioso, agresivo por reincidente y ampuloso en esa misma línea; lo que por sí sólo, dada su evidente intencionalidad, se convierte en un detalle de singularidad y de carácter personalísimo, que transforma en virtud lo que fuera de contexto bien pudiera parecer abominable.
Ese mismo ultraje de la corrección política actual –que en aquellos años ochenta aun no existía como tal y que es otro más de los pocos platos a saborear con delectación en este mediocre “Flash Gordon”– lo tenemos en la exposición de un sadismo propio de aquellos villanos folletinescos de los seriales cinematográficos y de las novelas populares previas al cine más clásico, donde todavía censura e industria, industria y censura –tanto monta monta tanto–, no se habían ocupado de estandarizar, regular y coartar muchas de aquellas cosas que aun se podían ver, por ejemplo, en “La máscara de Fu-Manchú” (The Mask of Fu Manchu, 1932), de Charles Brabin, donde un malvado y sádico Fu-Manchú, interpretado por Boris Karloff, se hermanaba con este emperador Ming al que da vida Max von Sydow, y que junto con la princesa Aura, a la que pone carne, curvas y no poca lascivia Ornella Muti, tenemos lo mejor de la función. Ambos personajes subrayan todo eso que da valor a una película que agrada con sus cochambrosos e inocentes efectos especiales, que superan en poco o nada los que podían verse en los seriales de Flash que protagonizó Buster Crabbe en la década de los treinta. Junto al sadismo y la explícita voluptuosidad de Ornella Muti, y en menor medida de Melody Anderson, la sugerencia a la sexualidad está subliminalmente presente en varios pasajes. Ahí está ese tronco de árbol donde los jóvenes de Arboria practican un rito iniciático de virilidad, y bajo cuyos vaginales agujeros, por los cuales los aspirantes deben introducir su brazo, les espera una bestia con aspecto de inhiesto falo que decidirá si pasan o no la prueba. O ese cohete construido por Zarkov, igualmente fálico en su morfología, en el que Flash y Dale Arden escapan de la tierra para adentrarse en una especie de cromática vagina cósmica que les llevará a Mongo, mientras –entre sudores– ambos parecen encontrarse en una suerte de clímax estratosférico. O la lubricidad que demuestra haber heredado la princesa Aura de su padre –Ming– y que pone en práctica con sus múltiples e incautos amantes. Por desgracia, nos quedamos sin saber los detalles de esa refinada tortura que Klytus (un lugarteniente de Ming que recuerda en su aspecto al Doctor Muerte de Marvel) aplica a Aura. Un martirio conocido con el sugestivo nombre de “los gusanos taladradores”, que puestos en ese contexto uno quiere imaginarse por dónde van los tiros (o los gusanos). Incluso esa terrorífica especie de araña en la que Flash cae en los pantanos de Arboria, y que es uno de los mejores pasajes del conjunto, trae a la mente claras reminiscencias al aparato reproductor femenino, siempre visto desde un punto de vista decididamente agresivo.
Hoy –desde esa misma perspectiva asentada en las supuestas bondades de lo correcto– se recuerda el Flash Gordon del cómic como una historieta cargada de racismo; hecho que procede básicamente de la utilización de un oriental como malvado megalómano, al igual que sucedía previamente con el Fu-Manchú literario de Sax Rohmer. La película de De Laurentiis utiliza ese elemento como uno más a los que parodiar, y que sobre todo queda patente en la escena en que Klytus vacía la memoria de Zarkov, en la que vemos pasar rápidamente ante nuestros ojos las imágenes más significativas de la historia personal del alocado científico. Entre esas imágenes están las de Hitler y otras que aluden a la persecución de los judíos; momento en que Klytus exclama con sorna: “prometedor”.
Es evidente en todo el metraje que no está muy lejos de aquel 1980 el tremendo éxito que supuso “La guerra de las Galaxias” (Star Wars, 1977), de George Lucas, a la que no pocos pasajes de “Flash Gordon” evocan sin pudor. Tantos como sucede justo a la inversa si relacionamos ese inicio de la saga galáctica con el primer Flash Gordon del serial que protagonizó Buster Crabbe, repetidamente citado, donde ya aparecían esos títulos de crédito e intertítulos que se sumergían en la lejanía del espacio y que tan característicos se hicieron desde el inicio de la primera trilogía producida por Lucas.
Un espécimen muy tardío en comparación con sus sesenteros compañeros (“Diabolik”, “Barbarella, la Venus del espacio” y tantos otros en los años sesenta y setenta), que queda desplazado con motivo de su inoportunidad, pero que desde otro punto de vista hace de ello su mayor interés. En definitiva, se trata de un producto que requiere de la constante e impasible condescendencia y complicidad del espectador para que su visionado pueda transformarse en una experiencia moderadamente satisfactoria. Sólo así podrán ser pasadas por alto las múltiples carencias y el estrecho alcance de una película cuyo recuerdo perdura, posiblemente, por la intervención del grupo Queen en su banda sonora, hecho que ha prolongado la vida en nuestra memoria de una película que por sí sola seguro no merecía tanto.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 28, correspondiente a julio de 2010.
"Trilogía Kitsch"...me parece una expresión genial. Me gusta especialmente "Diabolik" aunque creo que salvo para "Flash Gordon", el tiempo les hace más daño que otra cosa. Eso sí, Diabolik, Flash y Barbarella ya son iconos pop.
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