Mi
enfrentamiento particular con el cine del chileno –afincado en París– Alejandro
Jodorowsky no ha transitado precisamente sobre un lecho de rosas. Jodorowsky
pudiera describirse como un hombre del renacimiento en cuanto a la forma en que
ha dedicado su vida a entregarse a las más variopintas facetas artísticas:
actor, artista de circo, director de cine y de teatro, guionista de cine y
cómic –famosa es su colaboración con Jean Giraud “Moebius”–, mimo,
marionetista, dibujante, poeta, compositor, escultor,... e incluso, ya en otra
dimensión sensitiva, no se si creativa, instructor de tarot, psicoterapeuta y
psicomago (sea eso lo que quiera que sea). Pese a tanto abarcar, ese desenfreno
creador siempre se alejó de los cauces de la normalidad y de la estandarización,
alcanzando en esa desviación de la cultura generalmente aceptada su mayor signo
de coherencia. Su cine, más que retratar todo tipo de personajes marginales, freaks, tarados y outsiders de variada calaña, ya lo fueran por convicción, por
fortuna o por desgracia, parece adentrarse en un mundo distinto al que
habitualmente conocemos y aceptamos como común, casi otra dimensión situada entre
el absurdo y lo siniestro, dotada en todos sus rincones de una fauna personal
de privilegiada singularidad, reflejo de las pulsiones e intereses más íntimos
del cineasta.
Dos
de sus más famosas películas, si de famosas puede hablarse cuando tratamos de
cintas muy minoritarias, por prestigiosas que sean, como son la mexicana “El
topo” (1970) y la coproducción entre Estados Unidos y México que es “La montaña
sagrada” (The Holy Mountain, 1973), son para mi gusto dos bodrios
estratosféricos e insoportables, ante cuyo visionado recuerdo haber sufrido el
mismo nivel de angustia espacial –no sabía donde meterme– que con la laureada
“2046” (2004, Wong Kar Wai); inquietud extrema que arreciaba cuando no estaba a
punto de abandonar la vigilia, pues soñolencia y desasosiego eran las
sensaciones que iban alternándose durante el arduo transcurrir de tan
inagotables metrajes; y no por ser esas precisamente, al menos la primera de
ellas, las emociones que pretendieran transmitir las susodichas, sino por el
exasperante aburrimiento que me embargaba ante la pantalla.
Dejando
a un lado la alusión al colorido romanticismo oriental de “2046”, traída a
colación por afinidad emocional sobrevenida, me centro ya exclusivamente en “el
caso” Jodorowsky. El cine es un arte inevitablemente vinculado con el factor
tiempo, con el paso de los minutos, incluso de los segundos. Un montador lo
sabe bien, pues basa su oficio en dar el corte al celuloide en el momento
justo, ni antes ni después, transformado para él el tiempo en una sucesión de fotogramas.
No es una disciplina estática como la pintura o la escultura, sino que está
informada por esa actitud dinámica que la determina y la describe. Así, el
ritmo, entendido como la armoniosa combinación y sucesión de pausas, cortes y
movimientos, es un concepto del que este particular arte no puede escapar. La
contemplación de una obra pictórica o escultórica depende en su intensidad del
propio espectador, a cuyo interés, disposición, tranquilidad o estado anímico obedece
la duración del tiempo que dedique a esa tarea contemplativa. Por el contrario,
desde el momento en que una película tiene una duración que únicamente depende
de su creador –dicho en un sentido extenso: ya sea su director, su montador o
su productor–, existe una obvia imposición al espectador. Esa familiaridad que
se toma el cinematógrafo frente a quien paga el precio de una entrada, o no, si
accede al mismo por otros medios, debiera venir acompañada de la obligación o
la intención de su responsable de dedicar inexcusablemente al público la
atención que merece, construyendo un espectáculo ameno, que no sea ajeno a ese
objetivo, creo yo prioritario en el cine, que es el de entretener. Ahondando en
esa exigida deferencia que el cineasta debe al público, podemos decir, citando
de nuevo a la pintura y a la escultura, que se trata de artes que validamente
pueden servir para la propia expresión y disfrute del artista, sin necesidad de
un diálogo intelectual con un posible receptor del mensaje emitido; puro
onanismo perfectamente lícito. Por el contrario, el cine necesita de un público,
siendo perfectamente incomprensible la realización de una película sin esperar
que exista alguien a quien mostrarla.
Tan
necesaria como el ritmo es la adecuada exposición de lo que se quiere contar,
por enigmática que quiera hacerse la narración. El cine posee un lenguaje con
su propia sintaxis, que por supuesto siempre se puede intentar revolucionar o
romper en aras de la experimentación –es más, se trata de algo muy conveniente
para su necesaria evolución–. Pero si lo que propone el artista es tan
enrevesado, inconexo o desconocido en su sentido como para que la posible
sugerencia quede enterrada metros bajo tierra por la opacidad de su
significado, mal vamos. Una película, más que cualquier otra clase de obra
artística, por su propia concepción de producto consumible, siempre dentro de
un límite, debiera contar por sí misma con las claves y mecanismos que hagan
viable su comprensión. Esperar que el público sea un especialista curtido y
previamente informado en relación a lo que va a ver creo que es un grave error
de partida.
Por
eso, ritmo y suficiencia narrativa (atributos sí muy propios pero no
necesariamente vinculados en exclusiva con el clasicismo) debieran ser las
piedras fundamentales de cualquier film. Sólo una potencia descomunal de la
sugerencia que resida en una película puede suplir y excusar la carencia de
alguna de esas imprescindibles virtudes. Cualquier otra cosa, repito, siempre hablando
de cine, lo considero un fracaso si se intentó y no se consiguió, o una disfunción de base si el artista nunca
tuvo en cuenta o incluso despreció esa posibilidad durante el proceso de
elaboración de su obra. Con razón, por tanto, algunos han tildado de “anticine”
parte de la filmografía del chileno. Citando a alguien cuyo nombre no recuerdo
ahora, ya se sabe que “las opiniones son como el agujero del culo, todo el
mundo tiene uno”. Dicho esto, en mi opinión esa falta de ritmo, unida a la
ininteligibilidad de sus símbolos –hasta el punto que debiera incluirse la
entrega un libro de instrucciones o de un manual interpretativo de sus claves
con la compra de una entrada en taquilla–, por experimental y revolucionaria
para el medio cinematográfico que Jodorowsky considere su filmografía, no parece
contar con una necesaria interconexión con el público (que no “su público”),
pues los postulados de sus películas son demasiado crípticos, abigarrados y de
conceptos dispersos, cargados de referencias, nada comunes y sí muy personales,
como para entenderlos únicamente con lo que transmite o inspira el simple
visionado. En definitiva, yendo al grano, “El topo” y “La montaña sagrada”, a mi
entender, entran directamente en esa categoría de onanismo de la que el cine,
por su propia concepción, debe huir como de la peste. Pero, ya se sabe, para
gustos los colores, y es por ello que Don Alejandro tiene también sus
apasionados y siempre respetables exégetas.
Considero
que todo lo dicho antes es un adecuado preámbulo contextualizador para
distanciar “Santa sangre” de aquello que representan, para mí, tanto “El topo”
como “La montaña sagrada”. Lo reconozco, con excepción de las tres citadas no
he visto ninguna otra película del director. Salvo por el relativo placer que
supone “Santa sangre”, las otras dos no me dejaron con muchas ganas de más. Y
es que, visto lo visto, “Santa sangre”, pese a ser una digna obra de su autor y
con seguridad representativa como la que más, parte de premisas conceptuales
diferentes que le ayudan a convertirse en un producto mucho más manejable y
accesible. En su caso, el tono se aleja de la pátina surrealista y alternativa
para entroncar más directamente con el cine fantástico en su faceta más culta,
menos adocenada. Además con referencias muy claras dentro del género, como son “Garras
humanas” (The Unknown, 1927) y “La parada de los monstruos” (Freaks, 1932),
ambas de Tod Browning, “El hombre invisible” (The Invisible Man, 1933), de
James Whale, “Psicosis” (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, o “Las manos de
Orlac”, película que cuenta con versiones en los años 1924, 1935, 1960 y 1962,
dirigidas respectivamente por Robert Wiene, Karl Freund, Edmond T. Grèville y
Newt Arnold. Eso citando las referencias obvias, no las que no lo son tanto.
Uno, haciéndose eco de evocaciones más recientes, viendo “Santa Sangre” en estas
fechas no se puede dejar de recordar esa obra maestra que ya es la
extraordinaria “Holy Motors” (Holy Motors, 2012), de Leos Carax.
“Santa
sangre” nos cuenta, en clave de flash-back
aunque un tanto errático en su estructura, la
historia de Fénix, un muchacho que trabaja en el circo junto a sus
padres –trapecista ella, lanzador de cuchillos él–. La madre encuentra a su
marido en actitud comprometida con la voluptuosa mujer tatuada, otra de las
artistas del circo. Dolida, interrumpirá el numerito in progress rociando a ambos con un líquido corrosivo. Furioso, el
lanzador de cuchillos utilizará sus herramientas más queridas para amputar
brutalmente los brazos de la mujer engañada, cortándose luego el cuello, ante
la mirada de su hijo, una vez es consciente de la salvaje agresión que acaba de
perpetrar contra su esposa. A partir de ahí se nos mostrará, no sin cierta
confusión argumental –cosa que dada la naturaleza sugestiva y casi onírica del
asunto aquí poco importa–, de qué manera ese hecho que marcó su infancia influirá
en el posterior desarrollo de su personalidad y en la curiosa relación con su
madre mutilada. Una mutilación, la de ella, que a modo de castración también se
refleja en él, esclavizado de alguna manera por su madre, de quien se ha
convertido en sus brazos en una suerte de posesión intermitente.
Un
sórdido circo, un extraño manicomio, un aberrante burdel, enanos, mongólicos,
chulos, putas, luchadores mejicanos, travestís, bailarinas de striptease y una niña mimo sordomuda
componen un paisaje humano que para sí lo quisiera David Lynch o Tod Browning
en alguna de sus mejores creaciones. Jorodowsky da así continuidad a su nómina
de marginados y marginales, que utiliza para llevar al extremo sus obsesiones y
dependencias intelectuales. Mediante una muy estimable factura formal,
Alejandro compone, en éste según casi todos su mejor film, una paleta cromática
fascinante, que junto con muchas de las otras cosas citadas anteriormente no
puede menos que recordar al Fellini más lúdico y cromático. Amigo de las
imágenes excesivas de toda índole (sexo, sugerido sólo, violencia, de trazo más
grueso) no escatimará la oportunidad de ofrecernos momentos lúbricos,
desinhibidos, sangrientos y desasosegantes (estos últimos, sobre todo, desde el
punto de vista del torturado sentir de Fénix, personaje a quien interpreta Axel
Jodorowsky, uno de los tres hijos de Alejandro, verdadero maestro de ceremonias
de la función), situados entre los quien sabe si estrechos márgenes que separan
la pesadilla del humor. Aunque sobradamente disculpable por la excelencia del
resto de elementos que configuran la película, visualmente fascinantes y
espiritualmente inquietantes, es una lástima esa tendencia del director a
utilizar metrajes que se sienten interminables por el espectador cuando en
realidad no lo son tanto (en torno a las dos horas de duración), y que poco
ayudan a la particular concepción de su cine; restando más que sumando.
Ante
los trabajos previos de Jodorowsky no cabe calificar de arriesgada una película
como “Santa Sangre”, pues ya antes su director se había tirado sin red y en
salto mortal con doble tirabuzón a una piscina infestada de tiburones, varias
veces además. Esta muestra de su arte, siempre en comparación a su obra
anterior, se percibe mucho más domesticada y digerible; y quizás en eso reside
su éxito, pues lo que aquí es virtud era carencia en las citadas “El topo” y,
especialmente, en “La montaña sagrada”. “Santa sangre”, dentro de la
escabrosidad y el soterrado sufrimiento que expele su propuesta, deja lugar
para el humor, negro y trágico si se quiere, pero novedoso respecto a sus otras
dos obras más conocidas y pretenciosas.
A
la vista de sus más importantes películas, especialmente de “Santa Sangre”,
esta sí estupenda, uno ya puede imaginarse el extraño resultado en que hubiera
terminado el proyecto frustrado de llevar la novela “Dune” al cine, que con
seguridad hubiera dejado pequeña la extravagancia de la película que finalmente
sí pudo realizar David Lynch.
Juan Andrés Pedrero Santos
Juan Andrés Pedrero Santos
(Artículo originalmente publicado en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE")
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