Necesario
es reconocer que en los márgenes es donde se gesta lo que luego marcará
tendencia. Así sucede en la moda, en la literatura, en la pintura, en la música
o en el cine. Pero también es justo atribuir la esencia más genuina a esos
primeros ejemplos revolucionarios, pues en ellos está el origen más profundo e
impresas las causas últimas de aquello en lo que se convierten. Lo que el
devenir de los tiempos traiga detrás podrá ser más o menos fiel o hacer
evolucionar hacia uno u otro lado la fuente original, manteniendo su esencia,
desvirtuándola, pervirtiéndola u olvidándola del todo; y según sea el camino
que se tome, mayor o menor valor retroactivo merecerá aquel primer paso. “La
matanza de Texas” es una de esas fuentes primigenias de mucho de lo que vino
detrás, así como una clara culpable del modo en que el género de terror en el
cine iba a evolucionar a partir de los años setenta.
Tampoco
debe olvidarse que cintas previas underground
como “Blood Feast” (1963) y “2000 Maniacos” (Two Thousand Maniacs¡, 1964),
situadas estas en los márgenes de los márgenes y ambas dirigidas por Herschell
Gordon Lewis, se adelantaron a “La matanza de Texas” toda una década, no
debiendo quedar su segura influencia sin reconocimiento. Empero su carácter
puramente alternativo, la falta de visibilidad propia de su estrecha explotación
comercial y el escaso o nulo conocimiento de las mismas por parte del público
son atributos que las posicionan en un lugar muy diferente al que ocupó ya
desde un primer momento “La matanza de Texas”. Sin duda los tiempos eran
distintos, y ya se había encargado “La noche de los muertos vivientes” (Night
of the Living Dead, 1968), de George A. Romero, de establecer el punto de
partida del cine de terror moderno, sirviendo de avanzadilla sobre la que
construir toda una nueva etapa para el género, en la que “La matanza de Texas”
tuvo mucho que decir. La cinta de Romero, a pesar de su relativa capacidad
renovadora, aun podía asumirse como el resultado de una lógica conexión entre
la tradición fílmica previa y aquella a la que ella misma se encargaría de dar
paso. Pero el caso de “La matanza de Texas” es bien distinto, pues significa la
ruptura total, tanto en su forma como en su alcance o sus pretensiones respecto
a todo lo anterior.
«El cine de
terror hasta finales de los 60 y principios de los 70, salvo excepciones, venía
enmarcando sus historias básicamente en la fantasía, ya fuera a través de los
monstruos clásicos o de la inmersión en contextos que todos podíamos reconocer
como integrantes de un mundo producto de la imaginación; conectados muy directamente
con la literatura y las leyendas populares a pesar de poderse vislumbrar tras
ellos un reflejo del subconsciente o la materialización de miedos atávicos o
recientes, naturales o concebidos en el seno de la sociedad.
«Los monstruos
clásicos dejan paso, aún sin desaparecer nunca, a nuevos monstruos surgidos de
la sociedad de estos nuevos malos tiempos, sobre todo de la norteamericana. Los
modernos integrantes de la plantilla de terrores son seres humanos que habiendo
sufrido una transformación o alteración mental, ya sea transitoria o
definitiva, podrían ser cualquiera de nuestros vecinos o conocidos. De esta
circunstancia surge su capacidad principal de horrorizarnos, de su cercanía en
el tiempo y en el espacio; ya no son personajes puramente de fantasía,
sugerentes o sugeridos, sino productos de la más pura y dura realidad.
«La sociedad
rural estadounidense, la América profunda
como se le ha dado en llamar, con su falso puritanismo e hipocresía, cierto
primitivismo y una supuesta tendencia a la brutalidad, generada por el
aislamiento y la ignorancia, es una gran fuente de inspiración para guionistas
y directores, sobre todo de esa misma nacionalidad; en muchos casos dando a luz
historias que plenamente pueden enmarcarse en lo que»[1] se suele
llamar “gótico americano”.
Serial Killers ya habían existido antes en el mundo del
cine, como –por poner unos ejemplos– aquellos que protagonizaron “M, el vampiro
de Düsseldorf” (M, 1931, Fritz Lang), “El fotógrafo del pánico” (Peeping Tom,
1960, Michael Powell), “Psicosis” (Psycho, 1960, Alfred Hitchcock), “El
estrangulador de Boston” (The Boston Strangler, 1968, Richard Fleischer), “El
estrangulador de Rillington Place” (10 Rillington Place, 1971, Richard
Fleischer) o “Frenesí” (Frenzy, 1972, Alfred Hitchcock); pero hasta ese momento
sus motivaciones trataban de explicitarse, y solían residir en un móvil sexual
o en una insana pulsión generada durante la infancia, componiéndose los
personajes por guionistas y directores con la intención de explicar su desviado
y peligroso comportamiento, tratando de humanizarlos, en suma. A partir de este
segundo largometraje de Tobe Hooper –aun con el paréntesis que dejó tiempo a
John Carpenter para hacernos llegar la más estilizada “La noche de Halloween”
(Halloween, 1978), con la que institucionalizó en las pantallas de todo el
mundo aquello que Hooper ya apuntaba– el psicokiller moderno traerá oculto su
rostro, que como el “Leatherface” de “La matanza de Texas” esconderá tras una
máscara, más o menos grotesca, convirtiéndose en una idea abstracta, en un
concepto más que en un ser humano; como decía el doctor Loomis (Donald
Pleasence), que se afanaba en perseguir a Michael Myers, en algo así como la personificación
del mal en estado puro. La idea de la máscara contiene un doble objetivo; por
un lado ayuda a deshumanizar al personaje para conseguir la citada abstracción,
pero también existe en ella un efecto simbólico que sirve para criticar a esa
sociedad cuyos integrantes viven una vida en su fuero interno, pero muestran
otra muy distinta de cara a la galería. En el caso de “Leatherface” la máscara
está elaborada de piel humana corrompida, exteriorizando esa putrefacción
interior, extendiendo –como si se tratara de un recurso literario– la cualidad
de una parte hasta el todo. Además, las apariciones de “Leatherface” son
singulares, pues éste surge de cualquier rincón oscuro o tras una puerta que se
abre, al igual que desaparece tras otra que se cierra de imprevisto. Su
presencia adquiere de ese modo una condición casi sobrenatural que en mayor
medida iba luego a desarrollarse en el Michael Myers carpenteriano.
Llegaba así
igualmente la capacidad del asesino en serie de convertirse en metáfora, en un
hijo putativo (o en un hijo de puta, que también) arrojado por la sociedad
desde su seno como un elemento indeseable, lo mismo que la piel del rostro de
un adolescente expulsa un grano de grasa en un intento de purificarse; ambas
cosas son residuos despreciados por el lugar que los vio nacer, que los hizo
crecer y a quien en ultima instancia deben su existencia. El psicokiller es la
representación de una disfunción que adquiere cuerpo en los luego casi
sobrenaturales e icónicos Michael Myers o Jason Voorhees –luego seguidos por
decenas de embrutecidos descendientes que llevarían el mito a la decadencia– o
en los directamente venidos del mas allá, como Freddy Krueger. Así es como el
deseo reprimido, la deshumanización de la vida moderna o la desaparición de los
valores más básicos, como coartadas principales, adquieren cuerpo y alma con los
que manifestarse y asumir su condición de vengadores de causas perdidas. En
todo este entramado genérico “La matanza de Texas” atesora algo muy original
dentro de los slasher, y es la virtud
que tiene de obviar ese elemento tan recurrente en el subgénero que es la
motivación aparentemente sexual del asesino, que aquí pierde todo su valor para
hacer recaer el énfasis en la disfunción social más general que metafóricamente
representa.
De ese modo la
excursión veraniega en furgoneta de dos parejas y un tullido –hermano de una de
las chicas, y cuya condición física pudiera simbolizar castración o impotencia–
termina convirtiéndose en la pesadilla de una sociedad que corre a enfrentarse con
sus fantasmas para salir mal parada del lance. Uno a uno los corderitos van
siendo ajusticiados bajo el martillo o la sierra del matarife, miembro de una
familia de tarados caníbales que debieran interpretarse también como la imagen
oculta tras el espejo de aquellos mismos a quienes liquidan con saña. La
precariedad y la tosquedad del acabado formal de la cinta de Hooper –entre la
voluntad y el fruto de una obligada precariedad de medios–, el sudor, la
herrumbre, la suciedad, los sonidos chirriantes y unos colores predominantes
muy poco dados a ilustrar algo que parezca saludable, configuran una atmósfera
malsana, opresiva y angustiosa que es una de las principales bazas de la
película. Un entorno abiertamente hostil, el calor pegajoso, una gasolinera
destartalada y sin gasolina, grandes mansiones antes señoriales ahora abandonadas
o echadas a perder, viejos vehículos achatarrados en las inmediaciones –en
cualquier caso lugares u objetos más allá de la mera decadencia y que hace
tiempo ya perdieron la función para la que se crearon–, restos todos de una
civilización que ya no es tal, si es que alguna vez lo fue. Implícita está la
visión realista –ni optimista ni pesimista, simplemente realista– de una
sociedad cuyo estado de descomposición es el mismo que el del cadáver que
Hooper se empeña en mostrarnos en fugaces y casi subliminales visiones durante
los créditos iniciales, iluminadas por el flash de la cámara de fotos del
primero de los lunáticos que aparecerá en escena. Otras películas han intentado
el mismo camino después –“Las colinas tienen ojos” (The Hills Have Eyes, 1977),
de Wes Craven), o el mismo Hooper años después con “Trampa mortal” (Eaten
Alive, 1977) o “La casa de los horrores” (The Funhouse, 1981), entre tantas,
pero nunca de una forma tan espontánea, natural y subversiva como dio de sí en “La
matanza de Texas”. Un plano concreto es bien significativo y nada inocente: la
pantalla se divide longitudinalmente
gracias a la profundidad de campo; en la mitad de abajo se ve un rebaño
de vacas, ganado, y en la parte de arriba, recorriendo la línea imaginaria que
separa la parte inferior del plano de la superior, vemos como la furgoneta
recorre el espacio fílmico de lado a lado. Con ese plano, y desde un punto de
vista puramente formal, los cinco muchachos turistas son asimilados a vacas o
cerdos, simplemente cabaña que sacrificar, dotando así de contenido a la parte
más superficial del argumento, enriquecida luego con la lectura más profunda
que sin duda tiene.
También debe
llamarse la atención a que entre el grupo de personajes no está ese tan tópico
en muchas propuestas similares, como lo es el de algún representante de la ley,
habitualmente un sheriff, pues solemos estar en los Estados Unidos y además en
un entorno rural. En esta oportunidad parece que pudiera haber cierto interés
deliberado en mostrar ese paisaje como un contexto con sus propias reglas no
escritas, donde la existencia se vive dentro de algo más asimilable a una
jungla que a una sociedad reglada, y donde, perdida la compostura, toda
relación entre los hombres es sobre todo primaria, instintiva, bajo ningún tipo
de norma, subrayándose un contexto de animalidad desatada, primitiva –véase esa
danza casi ritual de “Leatherface” al amanecer, gesticulando con su sierra mirando
hacia el cielo, tras fallar la caza de su última presa–.
Aunque una
leyenda previa al inicio de la película hace referencia a unos supuestos hechos
reales en los que se basa, estos no son tales; pero sí encuentra el argumento
cierta inspiración en los «acontecimientos ocurridos en la década de los cincuenta
en el norteamericano Estado de Wisconsin, en una población rural, donde en 1957
fue arrestado Ed Gein, de 51 años, sospechoso de tener algo que ver en la
desaparición de un comerciante. El sheriff
encontró en la granja donde vivía Ed todo tipo de ornamentación fabricada con
huesos, piel y órganos sexuales, todos ellos humanos.
«Tras su
detención, las investigaciones e interrogatorios llevaron a la conclusión de
que dicho individuo había sido el responsable de varios asesinatos, además de
la profanación de varias tumbas, de las cuales había sustraído partes de los
cuerpos allí enterrados para construir la tenebrosa decoración de su casa. El
tarado llegó a confesar que por las noches se paseaba por la casa vestido con
una camisa fabricada con piel humana. Parece ser que su madre, una fanática
religiosa, represora y puritana, había ejercido una nefasta influencia sobre
Ed, instruyéndole en los maléficos daños que el alcohol, las mujeres ligeras de
cascos y el deseo carnal podían ocasionarle. Cuando en 1945 ella murió de
cáncer, éste empezó pronto a dar rienda suelta a su complejo de Edipo y a las
perversiones que dicha educación represora había engendrado en su mente.
«Ed Gein fue
internado en un hospital psiquiátrico donde fue un dócil paciente dedicado a la
terapia ocupacional. En Julio de 1984 murió de cáncer y fue enterrado en el
cementerio de la localidad de Plainfield (Wisconsin), junto a la tumba de su
madre y cerca de las tumbas donde 30 años antes había hecho de las suyas. Estos
sucesos inspiraron igualmente otras películas como “Psicosis” (Psycho, 1960,
Alfred Hitchcock), la menos conocida “Deranged” (1974, Jeff Gillen y Alan
Ormsby), “El silencio de los corderos” (The Silence of the Lambs, 1991,
Jonathan Demme) y, derivada sobre todo de ésta última, pero en un plano mucho
más fantástico, la sugerente “Jeepers Creepers”, (Jeepers Creepers, 2001,
Victor Salva). Como retrato supuestamente literal de la historia de este
psicópata se produjo “Ed Gein” (Ed Gein, 2000, Chuck Parello)»[2].
El final
rupturista, tan alejado del típico happy
end, parece tener también entre sus objetivos el de pervertir las
estructuras y definiciones establecidas dentro del género, que aquí, más que
poseer un valor catártico promueve precisamente lo contrario, agudizando su
afán censor y ofreciendo alternativas más desasosegantes. En “La matanza de
Texas” la heroína a muy duras penas conseguirá salvarse, pero eso no quiere
decir que se haya vencido al monstruo; sólo es una batalla perdida, pero la
guerra continúa, y aquel seguirá acechando, bajo el sol de justicia o bajo la
oscuridad de la noche, a la espera de otra pieza sobre la que descargar su
sierra justiciera: la maldad siempre estará ahí y existirá mientras exista el
último hombre vivo, quien siempre la llevará dentro de sí como parte
indisociable de su personalidad, por mucho que sea su esfuerzo o el de quienes
le rodean de intentar reprimirla; así lo certifica la historia del mundo,
plagada de guerras y atrocidades.
Varias secuelas,
precuelas y remakes se han producido hasta la fecha: “Masacre en Texas 2” (The
Texas Chainsaw Massacre Part Two, 1986, Tobe Hooper), “La matanza de Texas III”
( Leatherface : The Texas Chainsaw Massacre III, 1989, Jeff Burr), “La matanza
de Texas: La nueva generación” (Texas Chainsaw Massacre: the Next Generation,
1994, Kim Henkel), “La Matanza de Texas” (2004) (Texas Chainsaw Massacre, 2003,
Marcus Nispel), “La matanza de Texas: el origen” (The Texas Chainsaw Massacre:
The Beginning, 2006, Jonathan Liebesman), “La matanza de Texas 3D” (Texas
Chainsaw 3D, 2013, John Luessenhop).
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