Cuando
Tod Browning aun no había realizado las películas que le harían merecer la
distinción de encontrarse entre los cineastas siempre citados cuando se habla
de los referentes del cine fantástico –hablo de la desaparecida La
casa del horror (London After
Midnight, 1927), de Drácula (Dracula, 1931), de La parada de los monstruos (Freaks, 1932), de La marca del vampiro (Mark of the Vampire, 1935) o de Muñecos
infernales (The Devil Doll,
1936), hallándose entre ellas lo más divulgado de su filmografía–, con la
previa Garras humanas (The
Unknown, 1927) lograba ya la que es considerada por muchos –entre los que
me incluyo– una de sus películas más perfectas, a la vez que más representativas.
En ella están todas esas constantes temáticas que le hacen obtener la
calificación de autor, todas sus obsesiones, alejadas de cualquier contexto
cultural, social, económico o político, sin embargo centradas fundamentalmente
en preocupaciones, fijaciones o angustias de carácter más íntimo y primario,
representativas de una psicología compleja y posiblemente torturada, o al menos
así lo refleja en sus personajes: la tensión sexual, el rechazo amoroso, la
belleza enfrentada a la fealdad, la deformidad, el circo, los trucos, el
engaño, la venganza, el estigma del diferente, el destino trágico,... En el
caso que supone Garras humanas, ésta no se puede adscribir en sentido estricto entre
los márgenes del cine fantástico, pues en su literalidad es más un melodrama
que otra cosa. Sin embargo, la truculencia psicológica y la morbosidad latentes
en todo su contenido, la profundidad de su capacidad de sugerencia y la
singular presencia de Lon Chaney (1883-1930), que ya por sí sola añade unas
connotaciones que cualquier otro intérprete sería incapaz de igualar, hacen que
todos la tengamos muy en cuenta a la hora de pensar en el género.
Enmarcada
en un viejo Madrid, que se sobrentiende como un entorno europeo lo
suficientemente exótico y pintoresco como para constituirse en el escenario
adecuado de un relato tan siniestro, se nos presenta la trágica historia de
amor no correspondido entre Alonzo (Lon Chaney) –un hombre aparentemente sin
brazos, capaz de disparar un rifle, lanzar cuchillos, manejar un cigarrillo o beber
una copa de vino exclusivamente asistido por sus pies– y su amada Nanon (una
jovencísima Joan Crawford) –la bella hija del propietario del circo de gitanos
donde ambos trabajan–. Nanon se siente en cambio atraída por el forzudo Malabar
(Norman Kerry), que la pretende a su vez. Sin embargo, la relación entre ambos
parece imposible: Nanon sufre un rechazo patológico a ser tocada por las manos
de cualquier hombre, con cuyo contacto devienen inmediatamente el más puro
terror en su rostro y la crispación en su figura. Alonzo, manipulador de esa
circunstancia, promoverá los encuentros entre Nanon y Malabar precisamente para
que se haga patente ese rechazo, ante el que él mismo se siente a salvo, dada
su carencia de brazos, que le convierte
en la pareja perfecta para la chica. Pero esa carencia es sólo fingida; Alonzo
esconde sus brazos bajo su camisa, forzados en su escondite por un corsé bien
apretado; estratagema que le sirve tanto para ocultar la peculiaridad de tener
dos pulgares en una de las manos, detalle que le delataría como autor de
algunos robos perpetrados en otras ciudades por donde antes pasó el circo,
además de hacerle aparecer como sospechoso número uno del estrangulamiento del
padre de Nanon, como para tener un motivo que avale un acercamiento con
garantías hacia su amada. Alonzo, conocidos los riesgos de revelar su secreto
ante Nanon y ante la justicia, opta por hacerse extirpar los miembros
superiores en un acto de iluminada desesperación amorosa, cosa que le dejará el
camino expedito para poner toda la carne en el asador en su intento de conseguir
una relación duradera con su deseada Nanon. Pero la fatalidad se cebará en
Alonzo cuando, mientras se encuentra ingresado en una fría y desangelada
habitación de hospital, recuperándose de la antinatural operación quirúrgica que
se le ha practicado, Nanon ve desaparecer de la noche a la mañana todas sus
fobias relacionadas con el contacto masculino. En esas, Nanon y Malabar se prometen
en matrimonio, pero querrán esperar a la vuelta de su estimado amigo común
Alonzo para que éste les acompañe en el feliz acontecimiento del desposorio.
Alonzo finalmente regresa, por supuesto sin revelar el motivo de su ausencia de
varias semanas, y recibe la impactante noticia, que tiene en él un efecto
cercano al enloquecimiento. El personaje interpretado por Chaney, despechado,
verá en el nuevo número de circo ideado por Malabar una forma de venganza y
consuelo. El espectáculo que ha puesto en marcha Malabar consiste en atar cada
uno de sus brazos a un caballo diferente, cada cual puesto en movimiento en
sentido contrario al otro. Cualquiera esperaría como resultado el que la fuerza
de los equinos desmembrara sin excesivo esfuerzo al artista circense; pero el
truco consiste en que los caballos corren sobre ocultas cintas en movimiento que
les permiten galopar sin que realmente exista desplazamiento, aparentando que
es la fuerza de Malabar quien les frena. Una palanca que desactiva las cintas,
convenientemente manipulada, podría hacer que toda la fuerza de los animales
repercutiera directamente sobre los brazos de Malabar, con las consecuencias
imaginables. Ese será el plan que dispone Alonzo con el fin de dar cumplimiento
a su venganza. Iniciada la ejecución de la vendetta,
cuando Malabar ya está a punto de desfallecer y de ceder ante las fuerzas
contrapuestas que tratan de destrozarle por culpa de Alonzo, Nanon se sitúa
bajo los cascos de uno de los encabritados caballos, tratando de frenarlo para
salvar al que será su esposo. El evidente riesgo de esa acción que Alonzo
presiente para su amada, con ánimo de protegerla, hace que la sustituya a los
pies del animal, que en esa oportunidad sí descarga toda la potencia de los
cascos sobre el pecho del resentido personaje, lo que le provoca la muerte.
Sin
duda estamos ante una de las grandes joyas de la filmografía de Browning,
equilibrada, compacta, compleja en cuanto a su riqueza intrínseca, sencilla en
cuanto a la forma de su discurso, coherente y sugerente, sin apenas reparos
posibles en cuanto a su estructura, su puesta en escena, sus interpretaciones o
la claridad, atemporalidad y universalidad de sus propuestas. Por un lado el
peculiar rostro de Lon Chaney, potenciado por su interpretación, compone un
personaje cuya falsa discapacidad esconde una real invalidez psicológica y una
impotencia sexual de facto, arrebatado como está por culpa de un deseo sexual que
anda maquillado como amor romántico. Ese deseo, reprimido en su exteriorización
e insatisfecho en relación a los resultados pretendidos, es dibujado por
Browning a través de la simbólica castración (autocastración en este caso) que
supone la supuesta falta de brazos; más aun cuando todo el apoyo que recibe lo
tiene en la figura de un enano (John George), igualmente de aspecto
desagradable y de nombre “Cojo”. Apelativo que ningún significado tendrá en
inglés, pero sí dice mucho en lengua castellana –no olvidemos que el contexto
es el de un circo madrileño, aunque el idioma castellano debe entenderse aquí
como algo más que una referencia obligada–. El papel de Cojo en toda la trama
podría compararse con el de aquel Pepito Grillo disneyano, que en su caso parece tener la función de soplarle al
oído a Alonzo las soluciones y advertencias que entiende más oportunas, como representante
que es de su atrofiada cognición, un alter ego en toda regla, pese a que
incluso recibe amenazas de su señor ante el hecho de ser el único que conoce
todos sus secretos y anhelos, lo que representa una lucha interna en la conciencia
de Alonzo. Sirva indicar que Cojo es un personaje que parece sólo relacionarse
con Alonzo, en algún pasaje compartiendo incluso vestimenta (capa y sombrero),
lo que le da la condición de doble, aunque en miniatura, casi invisible para el
resto de personajes; algo que debe caracterizarlo como una figura un tanto
irreal, quizás únicamente existente en la mente del lanzador de cuchillos; un
reflejo de sí mismo que materializa en su menor tamaño un complejo de
inferioridad. Si añadimos a esto la presencia del doble pulgar de Alonzo, cuya exposición
podemos achacar tanto a una alegórica y siniestra disfunción psicológica como a
un simbolismo fálico extremo –por la vía del número más que del tamaño–, capaz
de representar la desmedida pasión latente en el personaje, el retrato del
torturado protagonista queda así completado. La anécdota del doble pulgar,
aparte de lo anterior y de introducir la necesaria anormalidad presente en muchas
de las cintas de Browning, también es utilizada como un mecanismo añadido a la
intriga, como un elemento cuyo conocimiento por el resto de personajes pudiera señalar
a Alonzo –como ya he dicho– como el responsable de los robos perpetrados
previamente, de los que ningún detalle conocemos y cuya mención parece sólo servir
para apoyar la necesidad en la trama de ocultar esa deformidad; cuya existencia,
creo, pretende vincularse más a una sexualidad disfuncional que a la
posibilidad del descubrimiento del autor de esos crímenes pasados.
No
menos complejo es el personaje interpretado por Joan Crawford, la Nanon
supuesto amor platónico de Alonzo. Su fobia al contacto físico con los hombres
se configura como la representación metafórica de una represión sexual que
lucha contra el instinto más primario que pueda existir en cualquier animal,
racional o no: la práctica del sexo, ya sea con un fin reproductivo o por puro
placer. El dueño del circo –a quien Alonzo asesina poco después de que aquel
reprobara el interés por su hija y además descubriera el secreto de su falsa
discapacidad– pudiera interpretarse a su vez como un representante de la base
social y cultural que fomenta esa represión, tal cual la figura del pater familias es el principal
estandarte de la institución familiar, columna vertebral de esa institución para
toda sociedad que se pretenda ordenada, civilizada y sostenible en el tiempo, o
–como el valor en el ya fenecido servicio militar obligatorio– esa es la virtud
que se le supone. Poco después de desaparecer el padre, sin otro motivo que lo
justifique, Nanon ve desaparecer la fobia que la atormentaba e impedía avanzar
en su relación con Malabar; este último, sin embargo, un personaje de una
pieza, sin complejidad alguna, una mera excusa al servicio de la presentación y
desarrollo de los atribulados personajes que son Nanon y Alonzo. Esta lectura
viene acompañada de otra más directa: el que la animadversión de Nanon hacia el
contacto físico masculino se deba a un posible abuso sexual recibido de su
padre; “muerto el perro se acabó la rabia”.
La
tensión sexual que se vincula a estos dos protagonistas principales –que no entre
ellos, al menos en ambas direcciones– es tremenda, por mucho que algunas
lágrimas de Alonzo quieran revestir sus sentimientos de un aparente casto romanticismo.
El fondo de la relación entre los dos ya se define simbólicamente en la escena
inicial, cuando vemos como Alonzo dispara un rifle sobre una sensual Nanon como
parte del espectáculo, retirándole el vestido poco a poco gracias a su buena
puntería –dispara con los pies, sujetando el arma entre sus piernas–, para, una vez escasa de ropa, pasar a lanzarle sus
cuchillos –¿otro símbolo fálico?–, que, claro, se limitan a rodear la figura de
la muchacha sin herirla/ violentarla/ penetrarla.
Valga decir que la entrega y concentración de Chaney al servicio de su
actuación era total –se dice que permanecía con el corsé oprimiendo sus brazos
durante los descansos del rodaje porque pensaba que ese dolor le ayudaba en su
interpretación–, pero no tanto como para adquirir tal manejo de los pies que
demuestra en algunas escenas, donde era doblado por Peter Dismuki, alguien que
había nacido sin brazos y por ello había desarrollado tales destrezas.
La
fatalidad de un destino inaplazable e inapelable, muy en la línea de como sería
tratado ese elemento por Fritz Lang a lo largo de su extraordinaria
filmografía, no tendrá ninguna piedad con Alonzo, cuyo amor por Nanon será a
todas luces imposible; siendo su desesperada y alienante búsqueda por parte de
Alonzo la causante directa de todas sus desdichas. Los amantes de buscar tres
pies al gato podrían decir que todo el argumento está inmerso en el mayor de
los ideales reaccionarios, donde debe primar la normalidad y el orden, siendo
castigada cualquier salida de tono, diferencia o anormalidad, que siempre será
entendida como monstruosa y reprimida como merece. Por el contrario, será la
virtud, representada por la belleza femenina y la fortaleza masculina, ideales
clásicos donde los haya, quien merecerá toda expectativa de felicidad y futuro
prometedor. Tornas que iban a verse alteradas drásticamente en la sin par y
posterior La parada de los monstruos en una evidente operación de
desenmascaramiento de tan conservadoras creencias.
Juan Andrés Pedrero Santos
PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE"
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