El
guipuzcoano Eloy de la Iglesia debe su relativa popularidad a haberse
convertido, junto a José Antonio de la Loma, en uno de los popes de ese subgénero
tan castizo como fue el llamado “cine quinqui”; reflejo de las muchas
contradicciones y fracasos de una sociedad capitalista capaz de expulsar de su
seno a aquellos que, como consecuencia del propio devenir disfuncional del
sistema, se ven convertidos en parias, en individuos marginales a quienes únicamente
se les reconoce el derecho a comportarse o bien como carroñeros, que subsisten
con los despojos que se les ceden, o bien como aves de rapiña, cuando optan por
el enfrentamiento directo contra una superestructura social que se empeña en
destruir el frágil andamiaje de sus vidas. Películas como Navajeros (1980), Colegas
(1982) y sobre todo El pico (1983) y El pico II (1984) significaron la
particular aportación de De la Iglesia, su personal visión, a esa recreación de
los desheredados del lumpemproletariado, residentes en los barrios periféricos
de Madrid y Barcelona, tan de moda durante unos años en los que hacía estragos
la adicción a la heroína y donde la inseguridad ciudadana estaba más cerca de
la realidad que del mito. Ambos fenómenos eran sufridos por los habitantes de esas
dos grandes ciudades españolas muy especialmente, aunque, si no se quiere pecar
de provincianismo, es justo reconocer que tal epidemia existió en cualquier
zona industrializada (o en vías de desindustrialización) de España, asfixiadas
como estuvieron durante los años ochenta por esos pequeños pero
desestabilizadores golpes –tanto delictivos como emocionales, en el caso de las
familias que tuvieron la bicha en casa– perpetrados por quienes buscaban
desesperadamente una oportunidad de desprenderse de ese mono que les impedía
seguir huyendo hacia adelante.
Claves
esenciales de las citadas cintas, como de tantas otras películas de De la
Iglesia, son la serie de elementos diferenciadores, tan próximos a su propia
personalidad, que sirven incluso para definirle como individuo. Es el caso del recurrente
trasfondo homosexual, siempre obstinado en su carácter perturbador y malsano –la
deriva está siempre en el entorno de la perversión, no en un lugar que ofrezca la
visión más natural del asunto–, que en cierto modo emparenta al de Zaráuz con
su contemporáneo Pedro Almodóvar, aunque éste opte por introducir un tono más
jovial y subversivo a todas sus propuestas, en cambio cargado de latente
sufrimiento, de gravedad y de atracción hacia el abismo en lo que al vasco se
refiere. Asimismo, a lo anterior hay que añadir la sordidez psicológica y
ambiental, siempre presente, y la invocación a una lucha de clases que no deja
de resultar curiosa –De la Iglesia estuvo afiliado al Partido comunista–,
cuando precisamente el director pertenecía por cuna a un estrato social alejado
de ese inframundo por el que se sentía tan atraído.
La
condición de autor de Eloy de la Iglesia es incuestionable, y La
semana del asesino es, sin duda, una digna obra de su filmografía,
además de ser una de las grandes olvidadas del cine español, un tanto arrinconada
por su truculencia –y no hablo exclusivamente de la física–, pero por ese mismo
motivo tan valorada en círculos con mayor criterio. La escena en que Vicky
Lagos limpia a Parra el vaso de leche derramado en la entrepierna no puede ser
más lascivamente sugerente; el pasaje casi documental de como son ejecutadas,
desangradas y despedazadas vacas y toros por los matarifes del Matadero de
Madrid es tan explícito que asusta; así como excesivo parece el relato de la
muerte de la madre de Marcos, ocurrido en la fábrica de caldos de carne donde
él mismo trabaja y sobre el que no ahorra detalles el actor Valentín Tornos (el
mítico Don Cicuta del programa concurso “Un, dos, tres,... responda otra vez”,
dirigido por Narciso Ibáñez Serrador), oscilando peligrosamente entre el humor
negro y el mal gusto; todos ellos son momentos que por sí solos califican el
tono provocador y rupturista de la película. Atesorando en su interior todas esas
características temáticas y formales que le son propias a su director, éste destaca
aquí en la demostración de alguna de sus más encomiables virtudes; que se perderán
luego, en cierta manera, durante esa parte de su posterior carrera
cinematográfica entregada al lumpen real, no ficticio, donde la premeditada nula
profesionalidad de muchos de los intérpretes protagonistas ocultó la aptitud
del cineasta para la dirección de actores; sí es verdad que en aras de convertir
en atractivo la desarmante naturalidad de José Luis Manzano o José Luis
Fernández “Pirri”, que al igual que esos otros héroes creados por José Antonio
de la Loma, como Ángel Fernández Franco (“El Torete”) o Juan José Moreno Cuenca
(“El Vaquilla”), demostraron un carisma capaz de encandilar a la audiencia, aunque
debido a motivos ajenos a su calidad interpretativa.
El
relato de La semana del asesino sigue una estructura marcada por los abruptos,
inoportunos e innecesarios rótulos que anuncian el día de la semana (lunes,
martes,...), y ya de entrada se inicia mostrando las manos de Marcos esposadas
en el interior de un coche patrulla, anticipándose así un final impuesto por la
entonces todavía operante censura (el que esto escribe ha visto, no obstante,
el montaje que alcanza aproximadamente los 120 minutos, supuestamente el más uncut que existe). La acción se sitúa en
un escenario ya de por sí cargado de tintes metafóricos, cuando vemos como
Marcos, el protagonista, subsiste en una chabola –construida especialmente para
la película en un paraje que hoy es el final de la calle Arturo Soria de
Madrid– cercana a unos bloques de por aquellos días ya modernas viviendas; recordemos
que era el año 1972 y las hoy llamadas ciudades dormitorio cercanas a la
capital –los entonces nuevos barrios que crecían a partir del casco antiguo de
Leganés, Móstoles, Alcorcón, Parla, Fuenlabrada,..– aun no existían con la extensión que tienen ahora,
o en el mejor de los casos estaban casi por estrenar. A pesar de la modestia
casi tercermundista del hogar de Marcos, le vemos hacer una vida de barrio a la
antigua, donde todos se conocen, quizás más de la cuenta, y la taberna es un
lugar de reunión imprescindible para la socialización de esos vecinos de casitas
bajas y encaladas, construidas sobre un terreno apenas urbanizado; en sentido
figurado una sociedad a medio construir o a medio destruir, según se mire. Un entorno
que representa la sociedad más pobre y sórdida. A su vera, como si se tratara
de furúnculos salidos de esa vieja España, se alzan altivos grandes bloques de viviendas
colectivas, edificadas en serie y por lo tanto impersonales en su apariencia
externa, tan diferentes a las irregulares casas de pueblo que conforman el
mundo de Marcos, a quienes las torres de ladrillo parecen acechar con interés
fagocitador. En alguna de esas atalayas de ladrillo visto reside Néstor (un
jovencísimo Eusebio Poncela que ya destilaba esos días la misma personalidad
andrógina, misteriosa y provocadora que caracterizó gran parte de su futura
carrera). Néstor es un niño bien, escritor por afición y rico por su casa de profesión –dice que está escribiendo el guión
de una película y quizás consiga algún día hacer cine, cuando herede–,
cultivado y seductor, que poco a poco construye una cierta amistad con Marcos gracias
a los fugaces reuniones que promueve haciéndose el encontradizo cuando saca a
su perro a pasear –de nombre Trostski, seguro que no por casualidad, recordemos
la afiliación política de Eloy– o acude de recogida a casa a bordo de su
flamante coche deportivo. Los pocos metros de polvoriento descampado que
separan el bloque de ladrillo de la pequeña chabola se configuran como una
tierra de nadie, nexo de unión de dos mundos, que, a la postre, y como polos opuestos
que son, se atraen. No obstante, Néstor opina que ambos son dos tíos raros, dos
desclasados, y eso es lo que les une. Con todo, De la Iglesia demuestra la
capacidad de un paisaje que nos resulta tan cercano –no falta ni el botijo, ni los grises– para dar cabida a un
thriller terrorífico con mucho humor negro; capaz, por otro lado, de adquirir
la categoría de tragedia o crónica negra gracias al drama formal que aporta la
maravillosa y nada formularia banda sonora de Fernando García Morcillo –con una
importancia tan grande como la que tendría luego la música en El
huerto del francés (Jacinto Molina, 1977), cuya escabrosidad y
casticismo la vinculan necesariamente con la cinta de De la Iglesia–.
Cuando
Tobe Hooper aun no había roto el género con La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) y el slasher
todavía no había adquirido su condición de denominación de origen, De la
Iglesia sorprende con esta precursora y tremebunda historia, bien conjuntada
con la previa El techo de cristal (1971) y la posterior Nadie oyó gritar (1973)
del mismo director. Protagoniza La semana
del asesino Vicente Parra, magistral y totalmente entregado a una
reinvención profesional de sí mismo tras varios años alejado del cine –dicen
que por su condición homosexual–, similar a la articulada para Carmen Sevilla
en las otras dos cintas citadas, dispuesto Parra como estaba a poner un punto y
final a su encasillada galanura y a empezar desde cero; y de qué manera. Su
primera escena, en calzoncillos, recién levantado y con una pared repleta de
fotos de señoras en paños menores, cual cabina de camionero –el hermano con el que vive, interpretado por
Charly Bravo, es por otra parte miembro de ese gremio–, con sugerida y sudorosa
masturbación incluida, es toda una declaración de intenciones para quien había
interpretado antes a Alfonso XII y a Francisco de Asís. Un intento que, si no
caló entre el gran público, al menos sí demostró la capacidad, el talento y la
intrepidez de un actor valenciano que mereció mejor recepción y mayores éxitos y
reconocimiento en los nuevos tiempos del cine español. Vicente Parra es Marcos,
el empleado de un matadero que vive en una pobre construcción que interrumpe la
esteparia uniformidad de uno de esos típicos descampados periféricos, tan
habituales en los años del desarrollismo, donde soporta, como puede, las
presiones de una novia (Emma Cohen) que ya va viendo con malos ojos la tardanza
de un matrimonio que nunca parece llegar, comenzándose a incomodar por la poca
ambición de Marcos por prosperar –puro trauma capitalista, el estar abocado a
siempre crecer o acumular–, dado su estancamiento en la condición de obrero. Impaciencia
que proyecta en el anhelo de una vida más ordenada, clásica y conforme a unos
cánones asimilados a la normalidad que no tendrá el gusto de disfrutar. Pero
Marcos es un ser marginal, que no un marginado, cuya existencia camina por un
delgado filo del que terminará cayendo, para aterrizar en el lado más cercano a
la locura. Tras la acalorada discusión con un taxista, originada por la visión
del filete con el que la pareja regalaba al conductor a través del espejo
retrovisor, acontece el involuntario asesinato de tan represivo chofer, dándose
así inicio a una sucesión de precozmente truculentas muertes, cuyos frutos en
forma de cuerpos en proceso de descomposición irán acumulándose pestilentemente
en una de las habitaciones de la modestísima morada del protagonista.
La
aparente serenidad de Néstor contrasta con la creciente y desasosegante inquietud
que demuestra Marcos, ya incluso antes de su primer asesinato, bien subrayada
por De la Iglesia con unos muy hitchcockianos
movimientos de cámara en el mismo inicio de la película –aunque algo de
mérito habrá que imputar al operador Raúl Artigot, recientemente fallecido–. En
cambio, hay algo en Marcos que rezuma libertad y rebeldía, mientras que el
aburguesado Néstor parece reprimir unos deseos que el director finalmente delata
cuando su cámara recoge la pícara expresión del rostro del joven al alejarse de
Marcos tras uno de sus aparentemente inocentes acercamientos. La relación entre
ambos se irá estrechando cada vez más, y la sugerencia de una atracción homosexual
latente se torna de todo punto evidente con la escena de la piscina y los flash-backs que en ella tienen origen,
donde Marcos acompaña a Néstor tras la invitación formal que éste le hace para
acudir juntos a tan húmedo establecimiento. Embriagados por unos efluvios
sexuales más que evidentes y un tanto sicodélicos, ambos retozan con
nocturnidad y alevosía en el agua de la piscina, aun manteniendo unas
distancias que sólo el ensoñamiento posterior de Néstor osará sobrepasar. Un
encuentro que servirá como vía de expresión para unos sentimientos que justo antes
de entregarse a la policía Marcos parece haber aceptado; ¿no será ese el colmo
que le lleva a declarar sus crímenes, cuando se siente del todo perdido ante la
nueva sexualidad descubierta, viendo por tanto la necesidad de ponerse fuera de
juego, para evitar males mayores, con ese movimiento autorepresivo que es la
confesión y el seguro posterior internamiento?
El
aburrimiento existencial de Néstor le lleva a otear el horizonte desde su
atalaya armado con unos potentes prismáticos. Es con ellos con los que se
dedica a espiar a Marcos en el interior de su casa, aunque nunca sepamos qué
episodios son verdaderamente los que presencia a través de la rústica claraboya
del techo de la chabola; incertidumbres que hace más grandes con unas alusiones
que no sabemos bien, Marcos tampoco, si son indirectas relativas a lo
presenciado o desafortunadas coincidencias. Aun así, claro está que le atrae
jugar con fuego, y revela a Marcos sus sesiones de voyeur, poniendo en riesgo su vida, quizás sin saberlo, ante la
posibilidad de que el aprendiz de matarife vea peligrar su temporal impunidad. Ese
mismo comportamiento es el que dirige la carrera de Eloy de la Iglesia, cuya
afición por asomarse a entornos sociales extremos que le son ajenos –el
personaje de Néstor es desde este punto de vista un alter ego del propio director– parece demostrar una atracción
enfermiza; quizás una especie de juego con lo prohibido a cuya llamada no se pudo
nunca resistir.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE
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