
Tantas noticias sobre cambios de director, de guión, de montajes y remontajes, de rodajes de nuevos planos por la segunda unidad y de cambios en la fecha de estreno hacían esperar lo peor. Afortunadamente ha sido una falsa alarma. Las dificultades que hayan existido durante la producción no parecen haber hecho mella en un resultado que sólo podemos calificar de solvente, ilusionante y digno de elogio, y si en algo han influido esos cambios ha sido precisamente para solucionar los supuestos problemas, pues por ningún lado se percibe existencia alguna de ellos en el producto final. Aunque, siendo justos, quizá alguno de sus pocos errores proceda igualmente de esas “reparaciones” de última hora.
Lo más significativo de “El hombre lobo” es la creación de una constante atmósfera de melancolía, de decadencia (todo eso que hará que algunos la califiquen como gótica), que enlaza abiertamente con la interpretación de Benicio del Toro, de la que simula su expresionista reflejo. Se vuelve a ese hombre lobo antropomorfo que había quedado olvidado desde los tiempos de Waldemar Daninsky, absoluta inspiración para el diseño del maquillaje de Del Toro –diga lo que diga Rick Baker y con permiso del licántropo que interpretó Oliver Reed en “La maldición del hombre lobo” (The Curse of the Werewolf, 1960) de Terence Fisher–, así como para toda la conceptualización del personaje una vez transformado, tan salvaje e hiperactivo como el licántropo de “La marca del hombre lobo” (1968, Enrigue L. Eguiluz); así de concretamente, ya sabemos que Waldemar variaba su aspecto ligeramente en cada una de las entregas de su ciclo particular. El tono general elude los fuegos de artificio, manteniéndose austero en su pirotecnia salvo en un par de peligrosos acercamientos al otro extremo, como son los de la masacre en el campamento gitano y la persecución por las calles de Londres, que homenajea una escena similar de “Un hombre lobo americano en Londres” (An American Werewolf in London, 1981) de John Landis, para entrar directamente en el fango con la pelea entre los dos hombres lobo (según parece una de esas escenas rodadas a posteriori por la segunda unidad) que, en cambio, recuerda cualquier pelea de los “Power Rangers” (sí, ya sé que suena fuerte, pero eso es lo que hay y así de ridículo se presenta); único borrón en la propuesta si somos condescendientes con una partitura de Danny Elfman que recuerda demasiado, en algunos pasajes, a la de Wojciech Kilar para el “Drácula, de Bram Stoker” (Bram Stoker´s Dracula, 1992) de Coppola.
Dos elementos novedosos aportan nuevos matices al argumento. Por un lado tenemos el componente sádico que demuestran tanto el padre de Lawrence Talbot hacia su propio hijo –injustificado y que no ayuda nada a la hora de dar coherencia a la trama– como el psiquiatra y sus ayudantes, convencidos estos de estar tratando a un simple lunático y no a un verdadero licántropo, y cuyos brutales métodos clínicos terminarán por encontrar su bien merecida contraprestación. La otra novedad está en esa pulsión sexual tan bien representada en una determinada escena, donde Talbot comienza a notar como brotan los primeros síntomas de la presencia de la bestia salvaje que anida en su interior ante la visión cercana del cuello desnudo de su amada; y que, bien es cierto, consigue reflejar en nuestra mente un paralelismo, una alegoría, entre la maldición y el más puro instinto animal que la educación y la socialización del hombre tratan de camuflar. Como (más o menos) dice el inspector de policía que interpreta Hugo Weaving: “sin reglas, este mundo sería una jungla”. Un Hugo Weaving que en la escena final anuncia una más que probable y apetecible secuela.