La semana que viene (25-31 de mayo de 2015) los madrileños tenemos una cita ineludible.
Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
miércoles, 20 de mayo de 2015
viernes, 15 de mayo de 2015
"CALLES DE FUEGO" (STREETS OF FIRE, 1984, WALTER HILL)
Walter
Hill es un cineasta que será recordado por el primer tercio de su carrera, sin
duda ninguna el mejor con diferencia y el que recoge su íntegra personalidad
como autor, luego en parte perdida; Driver (The Driver, 1978), Los
amos de la noche (The Warriors, 1979), Límite: 48 horas (48
Hrs., 1982) y Calles de fuego (Streets of Fire, 1984) serán las películas que
harán que pase a la historia, no otras. Como en los buenos westerns, rebosantes están todas ellas de mitología; en su caso es una mitología en régimen
de adopción por la que navegan sus historias, inmersas en un mundo habitado por
personajes estoicos, outsiders, antihéroes
y villanos. Sus protagonistas son individuos con un pasado del que uno intuye
no deben sentirse muy orgullosos y con un futuro que tampoco se presenta
prometedor. Ante esto el presente es lo único que les queda, sometidos como
están a duras pruebas de desenlaces inciertos, a las que se enfrentan con las
armas que tienen, confiando en que lo que hacen y el modo en que lo hacen es el
único y pertinente rumbo a seguir. Aunque en cierta manera sus vidas y sus
quehaceres están más cerca de la marginalidad o de la ilegalidad que de lo que
se supone es la norma, las decisiones que toman respecto al problema que se les plantea tienen mucho que ver con una
idea moral de la justicia, y sobre esas premisas definen su forma de actuar. En
cierta medida sus tribulaciones también son viajes iniciáticos, pues sus
aventuras conllevan un viaje interior que les ratifica en lo que ya son a la
vez que les modela, tras el cual verán reconocidos unos méritos que hasta
entonces les eran negados. Son personajes que viven historias donde las relaciones
entre los distintos individuos se plantean como un enfrentamiento muy masculino
–visto desde el tópico– a partir del que lograrán que se acerquen posturas, que
se desvele la honorabilidad de cada cual y, por el camino, se resuelvan
intrigas e indefiniciones personales que hasta ese momento no estaban del todo
claras. Un viaje que, en definitiva, les hace crecer.
Aunque
Walter Hill ha dirigido tres westerns
reales, Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980), Gerónimo,
una leyenda (Geronimo: An American Legend, 1993) y Wild Bill (Wild Bill,
1995), se le han dado mucho mejor los westerns
falsos, aquellos en los que se asume la mitología genérica como norma de
funcionamiento, pese a que se sitúen en un tiempo y en un lugar diferentes a
los generalmente aceptados para el género. Hill, de ese modo, rechaza la
naturalidad y opta por la pose –ciñéndonos específicamente a esa parte de su
filmografía, la más interesante, anterior a su incomprensible incursión en la
comedia con El gran despilfarro (Brewster´s Millions, 1985)–, a cuyos
fueros volverá de una manera más descafeinada con sus últimas incursiones en el
thriller de acción. Se trata de la misma pose que siempre ha alimentado al western –ya sea el clásico o su deriva mediterránea–,
donde el tipo duro, como la mujer del césar, no sólo tiene que serlo sino
también parecerlo, y es esa una actitud que debe trascender tanto de su forma
de hablar como de su forma de moverse o de su indumentaria. Como en la vida
real, la pose es un código, una forma de adelantar al espectador quien es, como
es y a qué se dedica aquel a quien se está observando o que busca ser mirado;
además de hacernos intuir cual deberá ser su comportamiento ante cada situación.
El código es una forma de comunicación, puede que no exenta de cierta violencia
expresiva, por llamarlo de alguna manera, pues se obliga al receptor del
mensaje, aun sin que éste busque ese objetivo, a darse por enterado de aquello
que se le quiere transmitir. De algún modo esa exteriorización forzada de la
información que contiene la pose funciona como advertencia, pero también como
una forma de exhibicionismo. Cualquiera de los pandilleros de los diversos gangs de Los amos de la noche
utiliza su indumentaria para sentirse íntimamente integrado en un grupo, así
como para definirse externamente como miembro del mismo y, a su vez, para
diferenciarse de los componentes del resto de tribus urbanas. La misma dinámica
hace suya la banda de violentos rockers
llamada “Los bombarderos”, liderada por un icónico Raven Shaddock (Willem
Dafoe), quienes cumplen su función dentro de este western convertidos en el equivalente a una tribu de indios
renegados. La presentación precisamente de Raven y de sus compinches al
comienzo de Calles de fuego es un buen ejemplo de cómo también la narrativa
cinematográfica puede utilizar la afectación como un concepto que transmite información,
rotunda y precisa pero de una forma sintética. Mientras la cantante Ellen Aim
(Diane Lane) está dando un multitudinario concierto, la forma ceremonial en la
que llegan los motoristas, sus pantalones y cazadoras de cuero negro, su
entrada en el local, el contraste de sus siluetas petrificadas –a contraluz,
entre el humo y las sombras– respecto a los brazos en alto dando palmadas del
resto de enardecidos asistentes al espectáculo, transmiten con su puesta en
escena una riada de información y, además, componen una preciosa idea visual.
Calles
de fuego, que se
debe interpretar como un western
urbano –de esos que tanto gustaban a John Carpenter–, como se suele decir para
diferenciarlo del western de toda la
vida, no es tampoco un musical en sentido estricto, pues no abraza sus códigos
en ningún modo, pero sí aprovecha su argumento con estrella del rock de por
medio para que el público disfrute de unas muy buenas canciones y actuaciones
que enriquecen la estupenda y trepidante aventura que es la película. Un argumento que, como su forma de
expresarse, también tiene mucho de western.
Si tenemos en cuenta el esquema que defiende María Dolores Clemente Fernández
en su estudio académico “El héroe del western. América vista por sí misma” –Editorial
Complutense (Madrid, 2009), pág. 87–, encontramos en muchas de las grandes
muestras del género una estructura dividida en cuatro partes muy bien
diferenciadas: «1) daño; 2) persecución de los agresores; 3) reparación; 4)
castigo de los malvados», que Hill repite aquí como lo hizo antes en Los
amos de la noche y en Límite: 48 horas –sus otros dos
mejores westerns encubiertos–, y que
en todos los casos funciona como un reloj y es la base del buen ritmo que las
caracteriza. Como otros western
posteriores a la etapa más clásica de ese particular género –definitivamente
debemos asumir que Calles de fuego pertenece al mismo– tiene mucho de crepuscular.
Todo en ella indica que retrata el fin de una época dentro de ese mundo
atemporal y anónimo que representa, donde ha habido cambios, donde ha habido
guerras de las que los soldados ya vuelven, empero sin saber muy bien hacia
donde ir –Tom Cody y McCoy (Amy Madigan) eran antes soldados, ahora cuerpos
errantes–, donde el aspecto de las calles delata una economía del bienestar que
conoció mejores momentos, como muy bien dibuja todo el diseño de producción.
Enmarcada
en un tiempo y en un lugar indeterminados, a medio camino entre un escenario de
ciencia ficción y el de la sociedad americana de los años cincuenta, a la que
ostensiblemente alude gran parte del vestuario, de los vehículos, del
mobiliario urbano y demás, el guión –también escrito por Walter Hill– nos
cuenta el rapto de Ellen Aim (Diane Lane), una estrella del Rock & Roll,
por parte de una banda de motoristas, cuyo único fin es que su cabecilla, Raven
(Willem Dafoe), se divierta con ella una o dos semanas. Una de las admiradoras
de la cantante llama a su hermano, Tom Cody (Michael Paré), un antiguo novio de
la secuestrada –el arquetipo de chico guapo, duro y rebelde que siempre anda
metiéndose en líos– para que intente rescatarla. Éste acepta la misión sin
saber muy bien si lo que le motiva de ello son los diez mil dólares que le pagará
el actual novio y manager de su ex (Rick Moranis) o por el amor hacia con quien
antaño mantuvo una relación tan pasional como tormentosa. La misión:
introducirse en el territorio de “Los Bombarderos”, entrar en su guarida a
tiros, liberar a Ellen y salir de allí lo antes y lo más entero posible; luego,
a esperar acontecimientos, seguro que nada agradables. Todo se complica cuando
los egos de machos de Tom y Raven se encuentran, chocan y convierten el asunto
en un tema personal entre los dos.
No
existen en Calles de fuego grandes
mensajes, más bien no hay ninguno, incluso es previsible en su devenir, pero sí
hay una recreación directa de la intensidad vital de sus personajes, de sus
vivencias más epidérmicas e íntimas, que son las verdaderamente importantes; y,
sobre todo, mucha simpatía. Como el “Snake” Plissken de Carpenter en 1997:
rescate en Nueva York o el “hombre sin nombre” de Leone, nuestro Tom
Cody (un nombre que evoca al cine del oeste por los cuatro costados) será muy
consciente de su marginalidad social, pero también lo será de una superioridad
moral que, más que hacerle libre –pues precisamente su comportamiento suele
llevarle entre rejas más que a ningún otro sitio– son un síntoma de su verdadera
libertad. Algunos hablarían de un tono “en clave de cómic” para definir la poca
profundidad dramática de Calles de fuego,
al igual que de su supuesto adocenamiento plástico, al corresponderse muchas de
sus imágenes con lo que podía verse en aquel boom del videoclip de los años ochenta –década a la que pertenece la cinta–;
yo quiero interpretarlo como una necesidad de ser una digna hija de su tiempo.
Y
no les falta razón, en parte, a aquellos si tomamos su idea para definir la
estética que la cinta hace suya: la de videoclip,
cosa que efectivamente son cada una de las actuaciones musicales a las que
asistimos durante el metraje, sin tener necesidad alguna de verse integradas en
el conjunto de la película para su perfecta comprensión. Tanto las elegantes
actuaciones de Ellen Aim como las más salvajes del garito sede de “Los
Bombarderos” no defraudan desde un punto de vista musical y escénico. Además
sirven para identificar dos mundos distintos. Por un lado están las populosas
veladas que ofrece la cantante protagonista de mano de su manager, en una sala
de conciertos donde el público venera a quien trata como a una diosa,
poniéndose a sus pies. Sin embargo, las actuaciones del menos engalanado “Torchy´s”
muestran una actitud muy distinta de la relación entre el público y sus
artistas. Por un lado vemos al sudoroso cantante de piezas mucho más hard que las que interpreta Aim, eso sí,
en un ambiente más primario y genuino que el que frecuenta aquella, mientras
una sexy bailarina encandila a una parroquia llena de tupés y cueros negros por
doquier, una audiencia cuya admiración por los seductores movimientos de la gogó
va por un camino muy diferente al que siguen los espectadores de la solista
interpretada por Diane Lane.
Aunque
hay evidentes ecos a Centauros del desierto (The
Searchers, 1956, John Ford) en lo argumental –la tribu del jefe Cicatriz, casi
en un tono de cine de terror, raptaba a una niña matando a sus padres y
convirtiendo el rescate de ésta en el hilo conductor del resto de la trama–, no
recoge de ella el dramatismo personal e intransferible de muchas obras de Ford.
Por el contrario, el dramatis personae sí
recoge el testigo de otro westerniano
de pro, como es Howard Hawks, con el que tiene en común la existencia de un
grupo heterogéneo, una misión común, la jovialidad –más que humor– siempre
presente, y un final en el que dos personajes muy diferentes y casi
incompatibles en cierto modo –Tom Cody, todo un rompecorazones, y una McCoy que
se presume lesbiana según muchas claves implícitas–, tras varias vicisitudes
compartidas, se ven unidos a la búsqueda de nuevas aventuras y de un futuro no
por incierto menos cargado de buenas vibraciones. Tal cual les sucedía a Rick (Humphrey Bogart) y al capitán Renault
(Claude Rains) en la secuencia final de Casablanca (Casablanca, 1942.
Michael Curtiz); una evocación que ya utilizó John Carpenter varias veces, como
en el caso de Vampiros de John Carpenter (John Carpenter´s Vampires, 1998) y Fantasmas
de Marte de John Carpenter (John Carpenter´s Ghosts of Mars, 2001).
Juan Andrés Pedrero Santos
(Texto originalmente publicado en SCIFIWORLD MAGAZINE)
martes, 28 de abril de 2015
EL ROJO EN LOS LABIOS (1971, HARRY KÜMEL)
Con
total seguridad la condesa Elizabeth Bathory de Nadasdy es, obviando ese icono
que representa el conde Drácula, el personaje vampírico más frecuentado por el
cine. Su figura, nacida en esas brumas donde se pierde el límite entre la
historia y la leyenda, tiene su origen en una condesa húngara nacida, según
parece, en 1560 y casada con Férenc Nadasdy –el llamado “caballero negro de Hungría”–.
Con cuna en una noble familia de Transilvania, el mismo lugar de procedencia
que Vlad Tepes, el gobernante centroeuropeo que inspiró a Bram Stoker para
crear su Drácula, se dice que al morir su marido, con motivo de los rigores de
la vida militar, se “abandonó a los más lujuriosos placeres que una mujer puede
conocer en brazos de otra, (...) se desprendió de sus últimas ataduras y,
ayudada por sus criminales sicarios, se dedicó a raptar jovencitas, mujeres y
niños. (...) Elizabeth Bathory creía que la sangre era el secreto definitivo
para conservarse joven y hermosa y no vacilaba en torturar y asesinar a cientos
de doncellas en cuyo líquido vital se bañaba al tiempo que sacrificaba niños en
orgiásticos ritos satánicos”[1].
Si la parte fantástica del personaje creado por Stoker procede directamente de
esa joya literaria escrita en 1897, es probable que la referida a esta noble
europea proceda de las acusaciones realizadas por sus enemigos políticos
contemporáneos con el fin de quitarla de en medio. No olvidemos que muchas de
las acusaciones de brujería, en los tiempos en que era un grave delito penado
con la muerte, procedían directamente de invenciones de quienes intentaban
hacer un ajuste de cuentas por cualquier otro motivo contra la caída en
desgracia. Como decía, no sabemos qué parte de leyenda y qué parte de realidad habrá
en su historia tal como la ha contado el cine.
Aunque
cierta inspiración en el personaje pudiera haber asumido la literatura más
antigua, especialmente “Carmilla” de Sheridan Le Fanu, a diferencia del caso de
Drácula, donde la novela de Stoker fue fundamental para la instauración del
mito, las apariciones de la condesa en la literatura han sido más frecuentes
durante las últimas décadas. Llama la atención que el personaje comience a
vivir para el cine en el mismo inicio de los años 70, y especialmente con más
dedicación en la cinematografía española, presente como está en ese hit del
género en nuestro país y en buena parte de Europa que fue La noche de Walpurgis
(1971, León Klimovsky), aunque renombrada como Wandesa Dárbula de Nadasdy en su
interpretación por Patty Shepard, en El retorno de Walpurgis (Carlos
Aured, 1973), en Ceremonia sangrienta (Jorge Grau, 1973) o en la más tardía El
retorno del hombre lobo (Jacinto Molina, 1981), donde Paul
Naschy/Jacinto Molina hacía un intento de alargar la vida del género en España
tal y como él lo entendía; un género que no es que por entonces estuviera
renqueante, sino directamente a punto de fallecer oficialmente, todo tras haber
sido guionista de las cintas previas dirigidas por Klimovsky y Aured
relacionadas más atrás. Antes de esa relativa densidad numérica en nuestro cine,
la Bathory ya había hecho su aparición en la coproducción italogermana Necropolis
(Franco Brocani, 1970) y en la conocida cinta de Hammer Film La
condesa Drácula (Countess Dracula, 1971, Peter Sasdy), donde Ingrid
Pitt es la condesa Elizabeth Nádasdy en una de aquellas incursiones en las que
la productora británica puso especial énfasis en la introducción de un erotismo
más explícito que aquel que siempre había atesorado como marca de la casa; un imprescindible
y comprensible intento de renovar su producción dedicada al terror, dada la
evidente necesidad de ofrecer algo nuevo que atrajera al aficionado a las taquillas
en los años setenta. Caso aparte es el cine del nefasto Jean Rollin, que desde
su ópera prima Le viol du vampire (1967) frecuentó sin cansancio aparente el
dueto vampirismo-erotismo más que nadie, demostrando hasta qué límites se puede
llegar intentando hacer cine sin conseguir más que bodrios inenarrables dignos
de toda sospecha; así como la deriva de nuestro Jesús Franco, que degeneró
hasta llegar a ese porno que cultivó con fruición, no sin antes dejar por el
camino la singular, atractiva y desconcertante Las vampiras (también
conocida como Vampiros Lesbos, 1971).
Esa
por aquellos años frecuente presencia de la condesa Bathory en el cine coincidía
con un tiempo histórico en que se vivía cierto aperturismo a los temas sexuales
y eróticos, fruto de la “revolución sexual” previa de los años sesenta, con la
mayor participación de las mujeres en el entorno laboral y la extensión del uso
de la píldora anticonceptiva como deflagradores necesarios, que alejaban al
sexo femenino de su tradicional concepción como madre, esposa y ama de casa.
Todo ese novedoso contexto, como no, iba a verse reflejado en el cine de
vampiros; un cine que –como la literatura dedicada a la misma temática– siempre
tuvo a la sexualidad y al erotismo en su cadena genética. Algo en lo que ya profundizó
como merecía el cine de la Hammer desde los mismos años en que iniciara sus
pasos en el género con el revisionismo propio de la productora. Los nuevos usos
iban a generalizarse en muchas cinematografías en su más común utilización, llegando
incluso a extremos como los que ofrece José Ramón Larraz en Las
hijas de Drácula (Vampyres, 1974) –con próximo remake a cargo de Víctor
Matellano–, donde el festín sangriento y su relación directa con el sexo se
practicaba ya sin ambages, sin sutileza alguna, pero siempre con la belleza y
el morbo que a los varones (y doy por sentado que a algunas mujeres) aporta el
mundo lésbico. Por su parte, el cine español durante nuestra edad de oro del
cine fantástico, casi siempre en régimen de coproducción, aprovechaba la
coyuntura mediante la utilización de las dobles versiones; la más casta para su
estreno en un suelo patrio controlado todavía por la censura franquista, en
cuyas escenas el erotismo explícito prácticamente se limitaba a la inclusión en
el elenco de señoras de muy buen ver, vestidas con un más o menos escotado
camisón, una relativa ligereza de cascos y todo aquello por lo que uno quisiera
dejarse sugestionar; sin embargo, similares planos, ya dejando ver algo más de carnaza,
eran insertados en el montaje, en sustitución de aquellos más pudorosos que
veíamos aquí, en esas otras versiones destinadas a mercados cuya permisibilidad
oficial era menos estrecha que la nuestra. De entre todas estas incursiones de
la condesa Bathory en el cine es esta aportación del belga Harry Kümel una de
las más interesantes y originales.
El rojo en los labios cuenta como Stefan y Valerie,
unos apuestos recién casados que pretenden pasar su luna de miel en un
tranquilo hotel, conocen a dos atractivas e hipnóticas mujeres que también
parecen formar pareja. Una de ellas es la condesa Bathory (una magnética
Delphine Seyrig), a quien el recepcionista del hotel recuerda haber conocido en
ese mismo lugar hace cuarenta años, cuando él tan sólo era un botones y ella,
increíblemente, tenía el mismo aspecto que en este segundo encuentro. Su
acompañante es la también bella, sensual y aparentemente más joven Ilona. El
contacto entre ambas parejas hará surgir automáticamente en la condesa un
interés en sustituir a su actual partenaire con Valerie, todo con la
aquiescencia de Ilona, que por su parte tratará, sin mucho esfuerzo, de seducir
a Stefan. En ese contexto se desatará todo el poder de atracción de la condesa,
que se revelará como un ser sofisticado, poderoso e irresistible, que
perturbará la relación del matrimonio hasta romperlo. Se hecha en falta un
mayor desarrollo o explicación de cual es el motivo por el que Stefan evita a
toda costa presentar a su mujer ante su familia, sobre la que, a raíz de una
conversación telefónica, parece tener algo que esconder, algo que queda como un
decepcionante misterio sin resolver.
El rojo en los labios es una aproximación diferente,
valiente y original al mundo de los vampiros, sin colmillos, sin cruces, sin
murciélagos, sin castillos, sin ataúdes,.. Una precursora de intentos
posteriores que optaron por modernizar al personaje, actualizándolo e
integrándolo en un mundo urbano y moderno; ahí tenemos El ansia
(The Hunger, 1983, Tony Scott), Jóvenes Ocultos (The Lost Boys, 1987, Joel
Schumacher), Los viajeros de la
noche (Near
Dark, 1987, Kathryn Bigelow), 30 días de oscuridad (30 Days of Night, 2007, David
Slade) o Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008,
Tomas Alfredson) –luego con una versión americana producida en el 2010–. Tanto El ansía
como Déjame entrar heredan de El rojo en los labios algunos de sus elementos argumentales, pues en ambos casos
el vampiro, femenino (o así…), intenta conseguir un nuevo acompañante capaz de
ser convertido en digno escudero y amante a la altura de una vida inmortal. Con
El ansia hay igualmente en común una evidente intención
esteticista, más coherente y equilibrada en el caso de la cinta de Kümel,
criticada como excesiva por muchos en la película de Scott. Sin embargo, no hay
decadencia en El rojo en los labios, ni tristeza, ni melancolía; al
contrario, se presenta la perversión casi como una virtud, como un privilegio,
un motivo de alegría, capaz de liberar al hombre y a la mujer de las ataduras
de la tradición y la cultura, convirtiéndolos en seres más vivos (valga el
contrasentido) y más felices. Hacia esa concepción camina el predominio de la
luz y la claridad cromática en perjuicio de la penumbra, que sólo se admite
para las escenas de sexo, que son pocas, creo que únicamente dos. Precisamente
eso es lo que más caracteriza a la película, la luminosidad de sus planos, que
alcanza su punto álgido en una de las últimas indumentarias que luce Delphine
Seyrig, un apretado vestido plateado que proyecta cegadores reflejos por
doquier como conveniente representación de su descomunal atractivo. Algo cuyo
significado no parecen haber tenido en cuenta los responsables del título
con que se estrenó en los Estados
Unidos: Daughters of Darkness, cuando
no es la oscuridad, para nada, aquello que se identifica con el visionado de la
película.
Salvo
algunos dislates tardíos en el metraje –esa capa draculiana de última hora o un
final desconcertante y contradictorio, canónico respecto al género a pesar de
que se entiende como un desprecio al equilibrio, a la coherencia y a la moderación
previos, con el premio de no alcanzar nunca la redondez– Harry Kümel caligrafía
una narración pausada, sensual, inteligente y elegante, dotada de un acompañamiento
cromático muy estudiado y unas interpretaciones alineadas con un objetivo
preciso –aunque esos detalles finales de la trama le hagan perder el norte en
el último segundo–, con Delphine Seyrig como maestra de ceremonias y principal
atractivo del reparto, sin seguir tradición o inercia algunas, recorriendo un
camino que él mismo construye mientras hace caso omiso a cualquier
condicionamiento genérico si obviamos, en el lado positivo, la incapacidad del
vampiro para verse reflejado en los espejos –que se usa como una señal inequívoca
de la condición vampírica de la condesa– o la peligrosidad del agua corriente
–que adquiere una importancia clave en cierta escena–, y, ya en el lado
negativo, los detalles finales que estropean toda la sugerencia previa, que echan
tierra encima de lo que venía siendo una aportación diferente. Todas sus
virtudes están del lado de la valentía, de la originalidad y de la más genuina
creación que en términos generales dominan la propuesta, al igual que,
justamente por la fuerza del contraste, es en la carencia puntual de esos
atributos donde residen sus contados defectos. No hay sorpresas argumentales,
ni siquiera complejidad dramática, pues la historia es bien simple y tampoco
los personajes tienen gran profundidad, pero sí un intento muy interesante de
dar una nueva visión, nada forzada, un punto de vista diferente dentro de una
coherencia notable entre la novedosa estética y el planteamiento de la
historia. Unos resultados muy diferentes a la previa de su director, la
indigesta Malpertuis (1971), que pese a tener una concepción visual muy
atractiva y personal desarrolla un relato críptico y aburrido hasta el hartazgo.
Fruto
de la modestia de su presupuesto –como reconoce su autor en una entrevista
realizada por Carlos Aguilar en el número cuatro, y último, de su ya legendario
fanzine “Morpho”–, las desangeladas calles y el deshabitado hotel conforman un
escenario de apariencia onírica, que focaliza toda la atención del espectador
en los escasos personajes que habitan la película, que parecen vivir en un
mundo donde no se mueve el tiempo, tal cual debe vivir la percepción del mismo
la centenaria condesa. Sólo la presencia anecdótica de un ubicuo policía
retirado, que trata de esclarecer la muerte de varias jóvenes de la región en
extrañas circunstancias –nosotros sabemos bien quien es la culpable–, servirá de
liviana conexión con la mundana trivialidad, muy en la línea de la función de
semejantes personajes aparecidos en Las diabólicas (Les diaboliques, 1955,
Henri-Georges Clouzot) o El exorcista (The Exorcist, 1973, William
Friedkin), quien será oportunamente quitado de en medio por el atropello que
sufre a manos de la condesa cuando aquel circula en bicicleta. Tal minimalismo
redirige nuestra percepción hasta la abstracción, adoptando cada uno de los
personajes una entidad categórica, arquetípica. La pareja de recién casados
bien podría entonces asimilarse al matrimonio como institución, que tras su
unión ceremonial viaja en ese tren –literal– que es la vida en pareja, acechada
siempre por la amenaza del hedonismo más liberal, contrario por definición al
compromiso mutuo adquirido entre marido y mujer. Un hedonismo que se
personifica en la condesa Bathory, que –como buena vampira, sabedora de su
función subversora– no cejará en sus embates hasta corromper el vínculo de por
vida que significa el enlace matrimonial; mayor corruptela si cabe cuando el
objeto de sus deseos es la mujer, y no el hombre, alterando de ese modo el
orden natural de las cosas.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
jueves, 2 de abril de 2015
GARRAS HUMANAS (THE UNKNOWN, 1927, TOD BROWNING)
Cuando
Tod Browning aun no había realizado las películas que le harían merecer la
distinción de encontrarse entre los cineastas siempre citados cuando se habla
de los referentes del cine fantástico –hablo de la desaparecida La
casa del horror (London After
Midnight, 1927), de Drácula (Dracula, 1931), de La parada de los monstruos (Freaks, 1932), de La marca del vampiro (Mark of the Vampire, 1935) o de Muñecos
infernales (The Devil Doll,
1936), hallándose entre ellas lo más divulgado de su filmografía–, con la
previa Garras humanas (The
Unknown, 1927) lograba ya la que es considerada por muchos –entre los que
me incluyo– una de sus películas más perfectas, a la vez que más representativas.
En ella están todas esas constantes temáticas que le hacen obtener la
calificación de autor, todas sus obsesiones, alejadas de cualquier contexto
cultural, social, económico o político, sin embargo centradas fundamentalmente
en preocupaciones, fijaciones o angustias de carácter más íntimo y primario,
representativas de una psicología compleja y posiblemente torturada, o al menos
así lo refleja en sus personajes: la tensión sexual, el rechazo amoroso, la
belleza enfrentada a la fealdad, la deformidad, el circo, los trucos, el
engaño, la venganza, el estigma del diferente, el destino trágico,... En el
caso que supone Garras humanas, ésta no se puede adscribir en sentido estricto entre
los márgenes del cine fantástico, pues en su literalidad es más un melodrama
que otra cosa. Sin embargo, la truculencia psicológica y la morbosidad latentes
en todo su contenido, la profundidad de su capacidad de sugerencia y la
singular presencia de Lon Chaney (1883-1930), que ya por sí sola añade unas
connotaciones que cualquier otro intérprete sería incapaz de igualar, hacen que
todos la tengamos muy en cuenta a la hora de pensar en el género.
Enmarcada
en un viejo Madrid, que se sobrentiende como un entorno europeo lo
suficientemente exótico y pintoresco como para constituirse en el escenario
adecuado de un relato tan siniestro, se nos presenta la trágica historia de
amor no correspondido entre Alonzo (Lon Chaney) –un hombre aparentemente sin
brazos, capaz de disparar un rifle, lanzar cuchillos, manejar un cigarrillo o beber
una copa de vino exclusivamente asistido por sus pies– y su amada Nanon (una
jovencísima Joan Crawford) –la bella hija del propietario del circo de gitanos
donde ambos trabajan–. Nanon se siente en cambio atraída por el forzudo Malabar
(Norman Kerry), que la pretende a su vez. Sin embargo, la relación entre ambos
parece imposible: Nanon sufre un rechazo patológico a ser tocada por las manos
de cualquier hombre, con cuyo contacto devienen inmediatamente el más puro
terror en su rostro y la crispación en su figura. Alonzo, manipulador de esa
circunstancia, promoverá los encuentros entre Nanon y Malabar precisamente para
que se haga patente ese rechazo, ante el que él mismo se siente a salvo, dada
su carencia de brazos, que le convierte
en la pareja perfecta para la chica. Pero esa carencia es sólo fingida; Alonzo
esconde sus brazos bajo su camisa, forzados en su escondite por un corsé bien
apretado; estratagema que le sirve tanto para ocultar la peculiaridad de tener
dos pulgares en una de las manos, detalle que le delataría como autor de
algunos robos perpetrados en otras ciudades por donde antes pasó el circo,
además de hacerle aparecer como sospechoso número uno del estrangulamiento del
padre de Nanon, como para tener un motivo que avale un acercamiento con
garantías hacia su amada. Alonzo, conocidos los riesgos de revelar su secreto
ante Nanon y ante la justicia, opta por hacerse extirpar los miembros
superiores en un acto de iluminada desesperación amorosa, cosa que le dejará el
camino expedito para poner toda la carne en el asador en su intento de conseguir
una relación duradera con su deseada Nanon. Pero la fatalidad se cebará en
Alonzo cuando, mientras se encuentra ingresado en una fría y desangelada
habitación de hospital, recuperándose de la antinatural operación quirúrgica que
se le ha practicado, Nanon ve desaparecer de la noche a la mañana todas sus
fobias relacionadas con el contacto masculino. En esas, Nanon y Malabar se prometen
en matrimonio, pero querrán esperar a la vuelta de su estimado amigo común
Alonzo para que éste les acompañe en el feliz acontecimiento del desposorio.
Alonzo finalmente regresa, por supuesto sin revelar el motivo de su ausencia de
varias semanas, y recibe la impactante noticia, que tiene en él un efecto
cercano al enloquecimiento. El personaje interpretado por Chaney, despechado,
verá en el nuevo número de circo ideado por Malabar una forma de venganza y
consuelo. El espectáculo que ha puesto en marcha Malabar consiste en atar cada
uno de sus brazos a un caballo diferente, cada cual puesto en movimiento en
sentido contrario al otro. Cualquiera esperaría como resultado el que la fuerza
de los equinos desmembrara sin excesivo esfuerzo al artista circense; pero el
truco consiste en que los caballos corren sobre ocultas cintas en movimiento que
les permiten galopar sin que realmente exista desplazamiento, aparentando que
es la fuerza de Malabar quien les frena. Una palanca que desactiva las cintas,
convenientemente manipulada, podría hacer que toda la fuerza de los animales
repercutiera directamente sobre los brazos de Malabar, con las consecuencias
imaginables. Ese será el plan que dispone Alonzo con el fin de dar cumplimiento
a su venganza. Iniciada la ejecución de la vendetta,
cuando Malabar ya está a punto de desfallecer y de ceder ante las fuerzas
contrapuestas que tratan de destrozarle por culpa de Alonzo, Nanon se sitúa
bajo los cascos de uno de los encabritados caballos, tratando de frenarlo para
salvar al que será su esposo. El evidente riesgo de esa acción que Alonzo
presiente para su amada, con ánimo de protegerla, hace que la sustituya a los
pies del animal, que en esa oportunidad sí descarga toda la potencia de los
cascos sobre el pecho del resentido personaje, lo que le provoca la muerte.
Sin
duda estamos ante una de las grandes joyas de la filmografía de Browning,
equilibrada, compacta, compleja en cuanto a su riqueza intrínseca, sencilla en
cuanto a la forma de su discurso, coherente y sugerente, sin apenas reparos
posibles en cuanto a su estructura, su puesta en escena, sus interpretaciones o
la claridad, atemporalidad y universalidad de sus propuestas. Por un lado el
peculiar rostro de Lon Chaney, potenciado por su interpretación, compone un
personaje cuya falsa discapacidad esconde una real invalidez psicológica y una
impotencia sexual de facto, arrebatado como está por culpa de un deseo sexual que
anda maquillado como amor romántico. Ese deseo, reprimido en su exteriorización
e insatisfecho en relación a los resultados pretendidos, es dibujado por
Browning a través de la simbólica castración (autocastración en este caso) que
supone la supuesta falta de brazos; más aun cuando todo el apoyo que recibe lo
tiene en la figura de un enano (John George), igualmente de aspecto
desagradable y de nombre “Cojo”. Apelativo que ningún significado tendrá en
inglés, pero sí dice mucho en lengua castellana –no olvidemos que el contexto
es el de un circo madrileño, aunque el idioma castellano debe entenderse aquí
como algo más que una referencia obligada–. El papel de Cojo en toda la trama
podría compararse con el de aquel Pepito Grillo disneyano, que en su caso parece tener la función de soplarle al
oído a Alonzo las soluciones y advertencias que entiende más oportunas, como representante
que es de su atrofiada cognición, un alter ego en toda regla, pese a que
incluso recibe amenazas de su señor ante el hecho de ser el único que conoce
todos sus secretos y anhelos, lo que representa una lucha interna en la conciencia
de Alonzo. Sirva indicar que Cojo es un personaje que parece sólo relacionarse
con Alonzo, en algún pasaje compartiendo incluso vestimenta (capa y sombrero),
lo que le da la condición de doble, aunque en miniatura, casi invisible para el
resto de personajes; algo que debe caracterizarlo como una figura un tanto
irreal, quizás únicamente existente en la mente del lanzador de cuchillos; un
reflejo de sí mismo que materializa en su menor tamaño un complejo de
inferioridad. Si añadimos a esto la presencia del doble pulgar de Alonzo, cuya exposición
podemos achacar tanto a una alegórica y siniestra disfunción psicológica como a
un simbolismo fálico extremo –por la vía del número más que del tamaño–, capaz
de representar la desmedida pasión latente en el personaje, el retrato del
torturado protagonista queda así completado. La anécdota del doble pulgar,
aparte de lo anterior y de introducir la necesaria anormalidad presente en muchas
de las cintas de Browning, también es utilizada como un mecanismo añadido a la
intriga, como un elemento cuyo conocimiento por el resto de personajes pudiera señalar
a Alonzo –como ya he dicho– como el responsable de los robos perpetrados
previamente, de los que ningún detalle conocemos y cuya mención parece sólo servir
para apoyar la necesidad en la trama de ocultar esa deformidad; cuya existencia,
creo, pretende vincularse más a una sexualidad disfuncional que a la
posibilidad del descubrimiento del autor de esos crímenes pasados.
No
menos complejo es el personaje interpretado por Joan Crawford, la Nanon
supuesto amor platónico de Alonzo. Su fobia al contacto físico con los hombres
se configura como la representación metafórica de una represión sexual que
lucha contra el instinto más primario que pueda existir en cualquier animal,
racional o no: la práctica del sexo, ya sea con un fin reproductivo o por puro
placer. El dueño del circo –a quien Alonzo asesina poco después de que aquel
reprobara el interés por su hija y además descubriera el secreto de su falsa
discapacidad– pudiera interpretarse a su vez como un representante de la base
social y cultural que fomenta esa represión, tal cual la figura del pater familias es el principal
estandarte de la institución familiar, columna vertebral de esa institución para
toda sociedad que se pretenda ordenada, civilizada y sostenible en el tiempo, o
–como el valor en el ya fenecido servicio militar obligatorio– esa es la virtud
que se le supone. Poco después de desaparecer el padre, sin otro motivo que lo
justifique, Nanon ve desaparecer la fobia que la atormentaba e impedía avanzar
en su relación con Malabar; este último, sin embargo, un personaje de una
pieza, sin complejidad alguna, una mera excusa al servicio de la presentación y
desarrollo de los atribulados personajes que son Nanon y Alonzo. Esta lectura
viene acompañada de otra más directa: el que la animadversión de Nanon hacia el
contacto físico masculino se deba a un posible abuso sexual recibido de su
padre; “muerto el perro se acabó la rabia”.
La
tensión sexual que se vincula a estos dos protagonistas principales –que no entre
ellos, al menos en ambas direcciones– es tremenda, por mucho que algunas
lágrimas de Alonzo quieran revestir sus sentimientos de un aparente casto romanticismo.
El fondo de la relación entre los dos ya se define simbólicamente en la escena
inicial, cuando vemos como Alonzo dispara un rifle sobre una sensual Nanon como
parte del espectáculo, retirándole el vestido poco a poco gracias a su buena
puntería –dispara con los pies, sujetando el arma entre sus piernas–, para, una vez escasa de ropa, pasar a lanzarle sus
cuchillos –¿otro símbolo fálico?–, que, claro, se limitan a rodear la figura de
la muchacha sin herirla/ violentarla/ penetrarla.
Valga decir que la entrega y concentración de Chaney al servicio de su
actuación era total –se dice que permanecía con el corsé oprimiendo sus brazos
durante los descansos del rodaje porque pensaba que ese dolor le ayudaba en su
interpretación–, pero no tanto como para adquirir tal manejo de los pies que
demuestra en algunas escenas, donde era doblado por Peter Dismuki, alguien que
había nacido sin brazos y por ello había desarrollado tales destrezas.
La
fatalidad de un destino inaplazable e inapelable, muy en la línea de como sería
tratado ese elemento por Fritz Lang a lo largo de su extraordinaria
filmografía, no tendrá ninguna piedad con Alonzo, cuyo amor por Nanon será a
todas luces imposible; siendo su desesperada y alienante búsqueda por parte de
Alonzo la causante directa de todas sus desdichas. Los amantes de buscar tres
pies al gato podrían decir que todo el argumento está inmerso en el mayor de
los ideales reaccionarios, donde debe primar la normalidad y el orden, siendo
castigada cualquier salida de tono, diferencia o anormalidad, que siempre será
entendida como monstruosa y reprimida como merece. Por el contrario, será la
virtud, representada por la belleza femenina y la fortaleza masculina, ideales
clásicos donde los haya, quien merecerá toda expectativa de felicidad y futuro
prometedor. Tornas que iban a verse alteradas drásticamente en la sin par y
posterior La parada de los monstruos en una evidente operación de
desenmascaramiento de tan conservadoras creencias.
Juan Andrés Pedrero Santos
PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE"
lunes, 16 de febrero de 2015
ENTREVISTA CON TOBE HOOPER
![]() |
Tobe Hooper posa interesante ante la cámara de Juan Andrés Pedrero durante la rueda de prensa prevía a la posterior entrevista en exclusiva. |
JAPS: ¿Cuál fue su primer
contacto con el género de terror? ¿Cuál es su primer recuerdo como espectador?
Bueno... cuando era muy joven,
tan sólo un niño pequeño, había oído hablar de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931, James Whale)
y finalmente vi la película en una sesión de medianoche a la que me
llevaron mis padres. Vi El doctor Frankenstein, pero también vi a
la criatura de Frankenstein en persona como parte del show antes de la
proyección. Pero antes de ver la película ya sabía bastante de ese personaje
por las historias que me contaba mi abuela, así que supongo que ésa fue mi
primera experiencia con el género de terror en general.
También vi El enigma…¡de otro mundo¡ (The
Thing from another world!, 1951, Christian Nyby) , La cosa original,
y también pasé muchísimo miedo con ella. Aparte, me encantan las películas de
la Hammer: Peter Cushing, Christopher Lee..., adoro su Frankenstein y su
Drácula, que creo fue el segundo film de la Hammer, y me enamoré inmediatamente
de esas películas y de su imaginación. Quizás vistas ahora no sean tan geniales
como cuando las veías de niños, pero están hechas con un cariño y una
delicadeza que traspasa la pantalla, me encanta sobre todo la relación entre
Peter Cushing y Christopher Lee.
Luego está una película como Alien,
el octavo pasajero (Alien,
1979, Ridley Scott), realmente aterradora también... o La casa
encantada (The Haunting,
1963) de Robert Wise, película en la que no pasa casi nada de
puertas adentro, pues se centra más en las relaciones y en la mente del
espectador..., además de que los personajes son tan reales: me identifico con
ellos, paso a formar parte de su mundo, comparto todo ese concepto del miedo al
vecino..., también me parece terrorífica.
NR: Entonces, ¿podríamos decir
que usted eligió al género o que el género lo eligió a usted?
Yo creo que me eligió, porque mi
primera película era políticamente muy activa, protagonizada por hippies
con el pelo largo y sandalias, y con demostraciones acerca de como el gobierno
nos mentía todo el tiempo acerca de la guerra del Vietnam, el Watergate, etc...
Pero esa película, que creo que va a salir ahora en Blu-ray en el Reino Unido,
no se vio en ninguna parte... se vio en el campus de un par de universidades,
pero no hice nada más con ella en aquel momento: o sea, no supuso mi billete de
ida de Austin (Texas) a Los Ángeles o a Hollywood, así que tenía que pensar en
hacer algo que llamara la atención, y que además costara muy poco dinero, y es
por ese motivo que me decidí a rodar un film de terror.
Luego funcionó muy bien, y fue
muy influyente en el cine de terror que se hizo aquellos años, incluso el MoMa
la incluyó dentro de su colección permanente: después de eso, cuando fui a Hollywood me di cuenta de que si
cometes el error de hacer una cosa bien eso es todo lo que quieren que hagas.
Finalmente conseguí hacer una comedia para Showtime, Apartamento maldito (Apartment
Complex, 1999), y fue muy divertido de hacer para mí; pero ya digo, si
tienes mucho éxito en un género definido te cuesta mucho apartarte de ahí... a
menos que seas multimillonario, entonces puedes hacer lo que te dé la gana,
claro.
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Tobe Hooper con Nuno Reis y Juan Andrés Pedrero Santos tras la entrevista |
JAPS: Me siento muy
identificado con Mark Petrie, el chico de El
misterio de Salem's Lot (Salem´s
Lot, 1979), con su habitación llena de posters y juguetes
relacionados con películas de terror,
¿hay algo de este personaje en usted?
Sí, y también en Stephen King.
Quiero decir... Stephen toma normalmente cosas de su propia personalidad para
construir a los personajes de sus novelas, pero sí... hay parte de mí y de
Stephen King en Mark Petrie, porque cuando era un niño pequeño quería ser o un
científico loco o un mago. Era mago profesional cuando tenía 10 años y mis
padres me llevaron a una exhibición y tuve que hacer los trucos que sabía, como
desaparecer y esas cosas, ante una audiencia de seiscientas personas. Pero
resumiendo, sí, me siento totalmente identificado con Mark Petrie.
NR: ¿Quizás le queda algo de
mago en lo de crear ilusiones desde el mundo del cine, como Méliès hizo en la
época muda?
Todo aquel que se tome la
profesión de hacer películas en serio, como algo importante en su vida, tiene
que tener algo mágico en su interior: personalmente me gusta utilizar trucos de
magia prácticos, como aquel que usamos en El
misterio de Salem's Lot con
el niño vampiro flotando a través de la ventana. Lo llamo truco de magia porque
colgamos a una persona de unos cables para que pareciera que volaba por la
ventana. También hicimos trucos como rodar al revés los movimientos de los
vampiros para que parecieran aún más extraños y sobrenaturales: como espectador
no te das cuenta de eso, pero sí notas que hay algo fuera de lo común.
Coreografiamos un montón de escenas marcha atrás con el único propósito de
desorientar a la audiencia.
JAPS: Dentro de La matanza
de Texas, Trampa mortal (Eaten
Alive, 1977), La casa de los horrores (The Funhouse, 1981) y El misterio de Salem's Lot
hay personajes que son outsiders, que
son diferentes, que viven fuera de la sociedad, ¿te sientes identificados con
ellos en este aspecto?
Oh, una parte de mí mismo siempre
está en plena transformación, pero en La casa de los horrores en
concreto me identifico más con el charlatán, por supuesto también con el mago.
Algunas veces es subjetivo, pero personalmente... es difícil de decir: mi tío
(en el que se basa el personaje de Neville Brand de Trampa mortal) no
mató a nadie en su vida, pero en cambio él sí fue asesinado, era el hermano de
mi padre, un borracho, un verdadero lunático... hay mucho de él en el personaje
de Neville Brand. Siempre hay alguna experiencia personal en todos estos
personajes.
NR: ¿Cuándo hizo La matanza
de Texas, era consciente de que estaba haciendo una película de culto?
¿Preveía de algún modo la reacción del público cuando finalmente se estrenó?
No, nunca sabía exactamente lo
que estábamos haciendo y desde luego jamás imaginé que el film aún interesaría
casi medio siglo después. Y ahora con la restauración, en pantalla grande... no parece una película tan
vieja en absoluto.
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Juan Andrés Pedrero posa junto a Tobe Hooper desvelando la emoción en su semblante. Hooper, por su parte, contento de haber recibido TERROR CINEMA como regalo tras la entrevista. |
JAPS: ¿Tuvo alguna
responsabilidad en la creación del look de Mr. Barlow en El misterio de Salem's Lot?
Sí, la tuve. La apariencia del
actor Reggie Nalder también nos ayudó mucho: en El misterio de Salem's Lot
no hay vampiros guapos, del aspecto de George Hamilton o incluso Frank
Langella, que pienso que es un gran actor pero que no da la apariencia de
monstruo. Desde luego, creo que necesitábamos esa clase de rostro para
transformarlo posteriormente en Barlow.
Entrevista inédita realizada a
Tobe Hooper por Juan Andrés Pedrero Santos: JAPS (“Scifiworld Magazine”) y Nuno Reis: NR (“Scifiword Portugal”) el
28 de mayo de 2014 con motivo de la visita del director a Madrid para
recibir un homenaje en NOCTURNA, FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE FANTÁSTICO DE
MADRID. (Agradecemos la traducción de la entrevista a José Manuel Romero
Moreno). Nota: como coautor de la entrevista me he permitido añadir a las
películas citadas su título en España, titulo original, año de producción y
director, para mayor aclaración de las referencias citadas por Tobe Hooper.
miércoles, 21 de enero de 2015
"EL HUERTO DEL FRANCÉS", (Jacinto Molina, 1977)
Curtido ya como
actor –de algo modestas cualidades cuando daba vida a personajes ausentes de
caracterización– pero, sobre todo, como solvente guionista de un tipo de cine
muy contextualizado dentro de un género, una época, un país y un entorno
socioeconómico muy determinados, Jacinto Molina emprendía su carrera como
director –la que más le hizo brillar si dejamos de lado sus aventuras licantrópicas–
con la muy estimable “Inquisición” (1976). No tardaba en alcanzar, en mi
opinión, su cima creativa con “El huerto del francés” (1977) y “El caminante”
(1979), ambas cercanas a la perfección y dos obras necesitadas de una merecida
revalorización. A partir de ese punto su filmografía como realizador sería
irregular, con sus más y sus menos –de todo hubo–, pues no volvería a encontrar
otro período de gracia como aquel con el que tanto destacó en aquellos sus
primeros trabajos como director. Tengo que decir que no he visto “Madrid al
desnudo” (1978), la película inmediatamente anterior a “El caminante” dentro de
su filmografía, por lo que poco puedo opinar sobre si sirvió para dar
continuidad o romper esa buena racha del director madrileño. Precisamente,
quizás es la obvia y obligada mayor exposición del cineasta en su faceta de
actor respecto a sus otras presencias en la sombra –como guionista y director–
lo que ha ocasionado el vilipendio que a menudo ha sufrido Molina por parte del
público y de algunos críticos y comentaristas (yo ya entoné en su día el mea culpa, que recuerdo aquí para lo que
se tercie), quienes han opinado de una forma un tanto exagerada sobre sus carencias
más visibles, derivadas de esa mayor exposición interpretativa, extrapolando esas
sentencias a sus otras facetas creativas, en detrimento de una más justa valoración
de sus mejores virtudes, que las tiene, aunque menos evidentes, estando como
están situadas detrás de las cámaras.
Las tres cintas a
las que me he referido con admiración en el párrafo anterior bien podrían
entenderse como una trilogía involuntaria, dados los lugares comunes de los
tonos en los que incide Molina y la, en cierta manera, relativa vinculación de
sus argumentos; todos ellos parte de una visión –cada una desde un punto de
vista bien diferente y centrado en épocas distantes– de la España más oscura.
Un retrato el de Molina cuyas bondades críticas y descriptivas recrean las
zonas de sombra de un país que no por despreciables son menos parte de la
idiosincrasia de una cultura a la que todos los españoles pertenecemos. Sirva
matizar que “Inquisición”, por mucho que esté ambientada en territorio francés,
explora momentos bien similares a famosos episodios de nuestra historia patria,
a los que sin duda podemos (y debemos) asimilar las andanzas del inquisidor
Bernard de Fossey, a quien interpreta Naschy en la película.
Asumida ya por
entonces, que no digerida, la muerte de Francisco Franco (noviembre de 1975) y
lanzado gran parte del cine español a dar rienda suelta a la liberación de las
hasta entonces restricciones más primarias (sexo, política), Molina opta por un
discurso de mayor complejidad y calado intelectual, que logrando los mismos
objetivos que sus colegas más directos, igualmente retrata, reprocha y utiliza
con carácter terapéutico la representación velada de toda esa herencia
retrograda y siniestra que el dictador consiguió oficializar y personificar en
su propia figura. Sin embargo, Molina se enfrenta a ello remitiéndose a las
fuentes. De ahí esa mayor capacidad para remover el subconsciente colectivo;
algo, sin duda, más eficaz y poderoso que la simple alusión a problemas más
concretos, que, ubicados en la superficie y excesivamente ligados a situaciones
históricas muy puntuales, parecen haber olvidado el sustrato del que surgen.
Valga decir,
temiendo que las líneas precedentes y las que siguen no lo dejen
suficientemente claro, que considero “El huerto del francés” como una de las
películas más importantes de la historia del cine español desde los años
setenta a esta parte, más aun dada su invisibilidad actual; derivada, según
parece, de cierta problemática relacionada con la titularidad de sus derechos
de propiedad, que impide el acceso a una facilidad de visionado que se estima
necesaria, y que su excelencia merece tanto por sus valores cinematográficos
–algunos superlativos, sobre todo los centrados en el apartado musical, éste
magistral– como por su configuración como documento gráfico que registra tanto
una parte de nuestra historia más reciente como una personalidad, la de nuestro
país, parece que inalterable. Por otro lado, no siendo esa personalidad otra
cosa que el reflejo de un ADN que siempre estuvo ahí y que únicamente se toma
períodos de descanso para volver a aparecer en nuestras calles, en nuestros
campos, en nuestras fábricas, en nuestros puertos de mar o alrededor de
nuestras mesas camillas cuando uno menos se lo espera.
Jacinto Molina
refleja en sus memorias que, intrigado por la expresión popular “te van a
llevar al huerto”, indagó y descubrió que la misma hacía referencia a hechos
verídicos acaecidos en la localidad sevillana de Peñaflor a principios del
siglo XX, donde Juan Andrés Aldije “el francés”, de origen galo –de ahí su
apodo–, conchabado con su amigo José Muñoz Lopera, utilizaba una huerta de su
propiedad para asesinar y robar a incautos, a los que atraía organizando
partidas de cartas clandestinas. Lopera hacía correr el rumor, por otros
pueblos, de que “el francés” era un acaudalado pardillo digno de desplumar en
una timba. Los inocentes avariciosos, cargados de billetes de recientes
negocios, aparecían por el lugar guiados por Lopera; hasta que Juan Andrés les
arreaba el estacazo, para luego enterrar los cuerpos donde pudieran servir de
alimento a patatas y tomates. Parece que fueron seis los asesinatos que se
cometieron entre 1898 y 1904, hasta que los criminales fueron descubiertos y
detenidos por la Guardia Civil para ser ajusticiados por el castizo método del
garrote vil en octubre de 1906.
Está presente en
“El huerto del francés” todo aquello que siempre ha definido la España más
rancia y genuina, ya, por fin, algo dejada atrás; o eso queremos todos creer.
El cura, el médico y el marica del pueblo, el sargento de la guardia civil y las
putas, conforman todos ellos un dramatis
personae no por tópico menos realista. No se incorpora ese otro gran clásico
que es “el tonto del pueblo”, pero a cambio Molina nos regala una bailaora enana y contrahecha, quizás
incluso travestida, que ya hubiera querido Tod Browning para alguno de sus más
siniestros elencos –una escena fascinante–. Del mismo modo que se introducen
los caracteres antes citados, tampoco se olvidan instituciones tan arraigadas
por estos lares como la hipocresía social –el marido con doble vida, el médico
que hace la vista gorda, ese ir a misa los domingos como acto de limpieza
colectiva–, el dominio de unas clases sociales sobre otras, que no la lucha de
clases –el señorito andaluz que trata a la camarera/puta como a una yegua donde
montar– y el machismo más típicamente mediterráneo: “el francés”, por generoso
y protector que parezca, gestiona la casa de lenocinio como si de una cuadra
con ganado de su exclusiva propiedad se tratara; eso sí, hasta que la meretriz
de turno adquiere una enfermedad de transmisión sexual que la pone fuera de
circulación durante un tiempo, sin posibilidad de ganar el dinero que necesita
para comer; así es la vida, dice Aldije. Todo dibujado sobre el contexto de la
época en que transcurre el relato, que no dejaría de ser habitual en la España
más rural durante no pocas décadas después hasta casi nuestros días. Entre la
ironía de la novela picaresca –extremadamente más vigente en “El caminante”– y
el melodrama costumbrista de ribetes trágicos, e incluso con un cierto regusto
de tenebrismo goyesco, su presentación en forma de flashback rechaza, ya de entrada, hacer hincapié en la posible
intriga, pues incluso el espectador con desconocimiento previo de la historia
real es informado desde la primera secuencia del modo en que termina todo.
El tema musical
que interpreta Rosa León durante los títulos de crédito iniciales –junto con la
partitura del gran Ángel Arteaga, algo sin lo que esta película no sería ni
sombra de lo que es– ya descifra los dos sentimientos que revolotean en el tono
que Molina imprime a toda la trama. Del mismo modo que la cantante madrileña
intercala el romance poético con desgarrados fragmentos aflamencados, Molina, en
clave de didáctico cuento moral, en cuanto a la peripecia de un asesino que
finalmente encuentra su merecido, rodea el asunto con la siniestra y pesarosa
esencia negra y más telúrica de nuestra cultura. El recorrido, por lo tanto, no
es inocuo ni inocente, la intención de Molina no se esconde y la crítica que
presenta bajo el subtexto de sus imágenes no es oblicua sino frontal. La vieja
bruja –así la retrata el director en aspecto y expresión– que realiza el aborto
a la desdichada Andrea –una María José Cantudo que no creo haya estado nunca
más afinada– es fusilada por Molina con un zoom
sobre su rostro, entre lascivo y sádico, donde deja claro que su espinosa tarea
no es ni mucho menos un plato que le disguste. La arpía funciona así como
metáfora cruel del contexto cultural y social que recrea Molina, de la
idiosincrasia de un país que, seguramente, no la tiene en exclusiva, pero que
no por ello ha dejado nunca de ejercitarla.
Producida en
plena época del destape, no hay que achacar oportunismo a Molina cuando es un
burdel el principal escenario de la película, mostrándose coherentes todas las
escenas de ese talante y nunca mejor fundamentadas las escenas de carne por exigencias del guión; sobre
todo si se cuenta en el reparto con una musa de aquellos años como fue Ágata
Lys.
Molina, austero
y preciso con la cámara, prudente con una fotografía que no quiere destacar
sobre la historia sino subrayar su tenebrismo, y mejor director de sus actores
que de sí mismo –curiosamente tanto sus mejores como sus peores
interpretaciones se encuentran entre las películas que él mismo dirigió; a
veces, creo yo, se equivocó en adjudicarse papeles que no correspondían con su
físico–, consigue rodearse de un plantel de secundarios espectacular, donde no
hay uno que desmerezca. El ascendiente más terrorífico de Molina se destapa en la
representación de cada uno de los crímenes, donde la brutalidad y la frialdad
de la ejecución dejan al Michael Myers carpenteriano
a la altura del betún. Pero no hay terror aquí, sino un melodrama extremo,
cargado de pasiones –bajas y altas– que desembocan en la climática pelea de
gatas entre la Cantudo y la neumática Ágata Lys, que para nada era ficticia y
para nada terminó nunca; aun décadas después –lo sé de buenas y agudas fuentes– María José Cantudo no
tenía olvidado el enfrentamiento real con su adversaria. Los personajes de las
dos actrices representan la lucha de esa España que se prostituye –de manera
real o virtual– contra esa otra que lucha por mantener su dignidad, y que
además lo hacen entre sí, no contra quienes son los causantes de sus penurias,
que asisten al duelo como espectadores desde la barrera en busca de espectáculo.
Naschy cuenta que, durante el rodaje de la escena del enzarzamiento, el
cantante Manolo Otero, por entonces pareja de Cantudo, le susurraba al director
al oído: “¡Déjalas que se zurren bien! Te quedará una escena cojonuda”[1]. También
hay miseria moral, engaño y sufrimiento, como el que Juan Andrés Aldije reparte
entre sus amantes y su propia esposa. El personaje, creyéndose por encima del
bien y del mal, no repara en no poner límite a sus ambiciones, parece que
originadas por sentimientos tan mediterráneos como el orgullo y la venganza,
ambas enfocadas contra la figura de su suegro, nada contento con la pareja de
su hija. En cambio, su socio Muñoz Lopera –interpretado por un José Calvo
enorme– es retratado como un pobre hombre que se ve arrastrado por la ambición
de su amigo “el francés”. A diferencia del siempre altanero Aldije, Lopera, físicamente
derrotado, envejecido, de espalda arqueada y ojeroso, ve en el crimen la única
oportunidad de cumplir el sueño de tener sus propias tierras y alejarse de esa
vida gris e hipotecada. Pese a todo, la mayor víctima moral, que no mortal, de
Aldije –la inocente Andrea/Cantudo– se convertirá a la postre en el elemento
inquisidor, cobrándose lo sufrido con altos intereses. Una digna moraleja para
tan siniestra fábula.
PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE"
Juan Andrés Pedrero Santos
[1]
Molina, Jacinto: Paul Naschy. Memorias de un hombre lobo.
Alberto Santos, editor (Madrid, 1997); pág. 122.
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