Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
sábado, 27 de febrero de 2016
martes, 16 de febrero de 2016
"LA SEMANA DEL ASESINO" (1972, ELOY DE LA IGLESIA)
El
guipuzcoano Eloy de la Iglesia debe su relativa popularidad a haberse
convertido, junto a José Antonio de la Loma, en uno de los popes de ese subgénero
tan castizo como fue el llamado “cine quinqui”; reflejo de las muchas
contradicciones y fracasos de una sociedad capitalista capaz de expulsar de su
seno a aquellos que, como consecuencia del propio devenir disfuncional del
sistema, se ven convertidos en parias, en individuos marginales a quienes únicamente
se les reconoce el derecho a comportarse o bien como carroñeros, que subsisten
con los despojos que se les ceden, o bien como aves de rapiña, cuando optan por
el enfrentamiento directo contra una superestructura social que se empeña en
destruir el frágil andamiaje de sus vidas. Películas como Navajeros (1980), Colegas
(1982) y sobre todo El pico (1983) y El pico II (1984) significaron la
particular aportación de De la Iglesia, su personal visión, a esa recreación de
los desheredados del lumpemproletariado, residentes en los barrios periféricos
de Madrid y Barcelona, tan de moda durante unos años en los que hacía estragos
la adicción a la heroína y donde la inseguridad ciudadana estaba más cerca de
la realidad que del mito. Ambos fenómenos eran sufridos por los habitantes de esas
dos grandes ciudades españolas muy especialmente, aunque, si no se quiere pecar
de provincianismo, es justo reconocer que tal epidemia existió en cualquier
zona industrializada (o en vías de desindustrialización) de España, asfixiadas
como estuvieron durante los años ochenta por esos pequeños pero
desestabilizadores golpes –tanto delictivos como emocionales, en el caso de las
familias que tuvieron la bicha en casa– perpetrados por quienes buscaban
desesperadamente una oportunidad de desprenderse de ese mono que les impedía
seguir huyendo hacia adelante.
Claves
esenciales de las citadas cintas, como de tantas otras películas de De la
Iglesia, son la serie de elementos diferenciadores, tan próximos a su propia
personalidad, que sirven incluso para definirle como individuo. Es el caso del recurrente
trasfondo homosexual, siempre obstinado en su carácter perturbador y malsano –la
deriva está siempre en el entorno de la perversión, no en un lugar que ofrezca la
visión más natural del asunto–, que en cierto modo emparenta al de Zaráuz con
su contemporáneo Pedro Almodóvar, aunque éste opte por introducir un tono más
jovial y subversivo a todas sus propuestas, en cambio cargado de latente
sufrimiento, de gravedad y de atracción hacia el abismo en lo que al vasco se
refiere. Asimismo, a lo anterior hay que añadir la sordidez psicológica y
ambiental, siempre presente, y la invocación a una lucha de clases que no deja
de resultar curiosa –De la Iglesia estuvo afiliado al Partido comunista–,
cuando precisamente el director pertenecía por cuna a un estrato social alejado
de ese inframundo por el que se sentía tan atraído.
La
condición de autor de Eloy de la Iglesia es incuestionable, y La
semana del asesino es, sin duda, una digna obra de su filmografía,
además de ser una de las grandes olvidadas del cine español, un tanto arrinconada
por su truculencia –y no hablo exclusivamente de la física–, pero por ese mismo
motivo tan valorada en círculos con mayor criterio. La escena en que Vicky
Lagos limpia a Parra el vaso de leche derramado en la entrepierna no puede ser
más lascivamente sugerente; el pasaje casi documental de como son ejecutadas,
desangradas y despedazadas vacas y toros por los matarifes del Matadero de
Madrid es tan explícito que asusta; así como excesivo parece el relato de la
muerte de la madre de Marcos, ocurrido en la fábrica de caldos de carne donde
él mismo trabaja y sobre el que no ahorra detalles el actor Valentín Tornos (el
mítico Don Cicuta del programa concurso “Un, dos, tres,... responda otra vez”,
dirigido por Narciso Ibáñez Serrador), oscilando peligrosamente entre el humor
negro y el mal gusto; todos ellos son momentos que por sí solos califican el
tono provocador y rupturista de la película. Atesorando en su interior todas esas
características temáticas y formales que le son propias a su director, éste destaca
aquí en la demostración de alguna de sus más encomiables virtudes; que se perderán
luego, en cierta manera, durante esa parte de su posterior carrera
cinematográfica entregada al lumpen real, no ficticio, donde la premeditada nula
profesionalidad de muchos de los intérpretes protagonistas ocultó la aptitud
del cineasta para la dirección de actores; sí es verdad que en aras de convertir
en atractivo la desarmante naturalidad de José Luis Manzano o José Luis
Fernández “Pirri”, que al igual que esos otros héroes creados por José Antonio
de la Loma, como Ángel Fernández Franco (“El Torete”) o Juan José Moreno Cuenca
(“El Vaquilla”), demostraron un carisma capaz de encandilar a la audiencia, aunque
debido a motivos ajenos a su calidad interpretativa.
El
relato de La semana del asesino sigue una estructura marcada por los abruptos,
inoportunos e innecesarios rótulos que anuncian el día de la semana (lunes,
martes,...), y ya de entrada se inicia mostrando las manos de Marcos esposadas
en el interior de un coche patrulla, anticipándose así un final impuesto por la
entonces todavía operante censura (el que esto escribe ha visto, no obstante,
el montaje que alcanza aproximadamente los 120 minutos, supuestamente el más uncut que existe). La acción se sitúa en
un escenario ya de por sí cargado de tintes metafóricos, cuando vemos como
Marcos, el protagonista, subsiste en una chabola –construida especialmente para
la película en un paraje que hoy es el final de la calle Arturo Soria de
Madrid– cercana a unos bloques de por aquellos días ya modernas viviendas; recordemos
que era el año 1972 y las hoy llamadas ciudades dormitorio cercanas a la
capital –los entonces nuevos barrios que crecían a partir del casco antiguo de
Leganés, Móstoles, Alcorcón, Parla, Fuenlabrada,..– aun no existían con la extensión que tienen ahora,
o en el mejor de los casos estaban casi por estrenar. A pesar de la modestia
casi tercermundista del hogar de Marcos, le vemos hacer una vida de barrio a la
antigua, donde todos se conocen, quizás más de la cuenta, y la taberna es un
lugar de reunión imprescindible para la socialización de esos vecinos de casitas
bajas y encaladas, construidas sobre un terreno apenas urbanizado; en sentido
figurado una sociedad a medio construir o a medio destruir, según se mire. Un entorno
que representa la sociedad más pobre y sórdida. A su vera, como si se tratara
de furúnculos salidos de esa vieja España, se alzan altivos grandes bloques de viviendas
colectivas, edificadas en serie y por lo tanto impersonales en su apariencia
externa, tan diferentes a las irregulares casas de pueblo que conforman el
mundo de Marcos, a quienes las torres de ladrillo parecen acechar con interés
fagocitador. En alguna de esas atalayas de ladrillo visto reside Néstor (un
jovencísimo Eusebio Poncela que ya destilaba esos días la misma personalidad
andrógina, misteriosa y provocadora que caracterizó gran parte de su futura
carrera). Néstor es un niño bien, escritor por afición y rico por su casa de profesión –dice que está escribiendo el guión
de una película y quizás consiga algún día hacer cine, cuando herede–,
cultivado y seductor, que poco a poco construye una cierta amistad con Marcos gracias
a los fugaces reuniones que promueve haciéndose el encontradizo cuando saca a
su perro a pasear –de nombre Trostski, seguro que no por casualidad, recordemos
la afiliación política de Eloy– o acude de recogida a casa a bordo de su
flamante coche deportivo. Los pocos metros de polvoriento descampado que
separan el bloque de ladrillo de la pequeña chabola se configuran como una
tierra de nadie, nexo de unión de dos mundos, que, a la postre, y como polos opuestos
que son, se atraen. No obstante, Néstor opina que ambos son dos tíos raros, dos
desclasados, y eso es lo que les une. Con todo, De la Iglesia demuestra la
capacidad de un paisaje que nos resulta tan cercano –no falta ni el botijo, ni los grises– para dar cabida a un
thriller terrorífico con mucho humor negro; capaz, por otro lado, de adquirir
la categoría de tragedia o crónica negra gracias al drama formal que aporta la
maravillosa y nada formularia banda sonora de Fernando García Morcillo –con una
importancia tan grande como la que tendría luego la música en El
huerto del francés (Jacinto Molina, 1977), cuya escabrosidad y
casticismo la vinculan necesariamente con la cinta de De la Iglesia–.
Cuando
Tobe Hooper aun no había roto el género con La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) y el slasher
todavía no había adquirido su condición de denominación de origen, De la
Iglesia sorprende con esta precursora y tremebunda historia, bien conjuntada
con la previa El techo de cristal (1971) y la posterior Nadie oyó gritar (1973)
del mismo director. Protagoniza La semana
del asesino Vicente Parra, magistral y totalmente entregado a una
reinvención profesional de sí mismo tras varios años alejado del cine –dicen
que por su condición homosexual–, similar a la articulada para Carmen Sevilla
en las otras dos cintas citadas, dispuesto Parra como estaba a poner un punto y
final a su encasillada galanura y a empezar desde cero; y de qué manera. Su
primera escena, en calzoncillos, recién levantado y con una pared repleta de
fotos de señoras en paños menores, cual cabina de camionero –el hermano con el que vive, interpretado por
Charly Bravo, es por otra parte miembro de ese gremio–, con sugerida y sudorosa
masturbación incluida, es toda una declaración de intenciones para quien había
interpretado antes a Alfonso XII y a Francisco de Asís. Un intento que, si no
caló entre el gran público, al menos sí demostró la capacidad, el talento y la
intrepidez de un actor valenciano que mereció mejor recepción y mayores éxitos y
reconocimiento en los nuevos tiempos del cine español. Vicente Parra es Marcos,
el empleado de un matadero que vive en una pobre construcción que interrumpe la
esteparia uniformidad de uno de esos típicos descampados periféricos, tan
habituales en los años del desarrollismo, donde soporta, como puede, las
presiones de una novia (Emma Cohen) que ya va viendo con malos ojos la tardanza
de un matrimonio que nunca parece llegar, comenzándose a incomodar por la poca
ambición de Marcos por prosperar –puro trauma capitalista, el estar abocado a
siempre crecer o acumular–, dado su estancamiento en la condición de obrero. Impaciencia
que proyecta en el anhelo de una vida más ordenada, clásica y conforme a unos
cánones asimilados a la normalidad que no tendrá el gusto de disfrutar. Pero
Marcos es un ser marginal, que no un marginado, cuya existencia camina por un
delgado filo del que terminará cayendo, para aterrizar en el lado más cercano a
la locura. Tras la acalorada discusión con un taxista, originada por la visión
del filete con el que la pareja regalaba al conductor a través del espejo
retrovisor, acontece el involuntario asesinato de tan represivo chofer, dándose
así inicio a una sucesión de precozmente truculentas muertes, cuyos frutos en
forma de cuerpos en proceso de descomposición irán acumulándose pestilentemente
en una de las habitaciones de la modestísima morada del protagonista.
La
aparente serenidad de Néstor contrasta con la creciente y desasosegante inquietud
que demuestra Marcos, ya incluso antes de su primer asesinato, bien subrayada
por De la Iglesia con unos muy hitchcockianos
movimientos de cámara en el mismo inicio de la película –aunque algo de
mérito habrá que imputar al operador Raúl Artigot, recientemente fallecido–. En
cambio, hay algo en Marcos que rezuma libertad y rebeldía, mientras que el
aburguesado Néstor parece reprimir unos deseos que el director finalmente delata
cuando su cámara recoge la pícara expresión del rostro del joven al alejarse de
Marcos tras uno de sus aparentemente inocentes acercamientos. La relación entre
ambos se irá estrechando cada vez más, y la sugerencia de una atracción homosexual
latente se torna de todo punto evidente con la escena de la piscina y los flash-backs que en ella tienen origen,
donde Marcos acompaña a Néstor tras la invitación formal que éste le hace para
acudir juntos a tan húmedo establecimiento. Embriagados por unos efluvios
sexuales más que evidentes y un tanto sicodélicos, ambos retozan con
nocturnidad y alevosía en el agua de la piscina, aun manteniendo unas
distancias que sólo el ensoñamiento posterior de Néstor osará sobrepasar. Un
encuentro que servirá como vía de expresión para unos sentimientos que justo antes
de entregarse a la policía Marcos parece haber aceptado; ¿no será ese el colmo
que le lleva a declarar sus crímenes, cuando se siente del todo perdido ante la
nueva sexualidad descubierta, viendo por tanto la necesidad de ponerse fuera de
juego, para evitar males mayores, con ese movimiento autorepresivo que es la
confesión y el seguro posterior internamiento?
El
aburrimiento existencial de Néstor le lleva a otear el horizonte desde su
atalaya armado con unos potentes prismáticos. Es con ellos con los que se
dedica a espiar a Marcos en el interior de su casa, aunque nunca sepamos qué
episodios son verdaderamente los que presencia a través de la rústica claraboya
del techo de la chabola; incertidumbres que hace más grandes con unas alusiones
que no sabemos bien, Marcos tampoco, si son indirectas relativas a lo
presenciado o desafortunadas coincidencias. Aun así, claro está que le atrae
jugar con fuego, y revela a Marcos sus sesiones de voyeur, poniendo en riesgo su vida, quizás sin saberlo, ante la
posibilidad de que el aprendiz de matarife vea peligrar su temporal impunidad. Ese
mismo comportamiento es el que dirige la carrera de Eloy de la Iglesia, cuya
afición por asomarse a entornos sociales extremos que le son ajenos –el
personaje de Néstor es desde este punto de vista un alter ego del propio director– parece demostrar una atracción
enfermiza; quizás una especie de juego con lo prohibido a cuya llamada no se pudo
nunca resistir.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE
viernes, 15 de enero de 2016
NUEVO CORTO DE JOSÉ MANUEL SERRANO CUETO
SERRANO CUETO RODARÁ UN
CORTOMETRAJE DE MARIONETAS INSPIRADO MUY LIBREMENTE EN "EL EXTRAÑO CASO
DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE"
Uno de los próximos trabajos cinematográficos del escritor y cineasta José Manuel Serrano Cueto será un cortometraje de animación con muppets: "El extraño caso del Dr. Toñito", que producirá la empresa gaditana Puppets Marionetas y contará con las voces de Álex O'Dogherty, Manuel Tallafé y Pedro Casablanc.
Después del largometraje
documental "Contra el tiempo" (2012), nominado al Goya como Mejor
Película Documental, y del popular cortometraje "Pelucas", el
cineasta gaditano dará un giro total en uno de sus próximos trabajos: el
cortometraje de animación con marionetas "El extraño caso del Dr.
Toñito". La historia, inspirada muy libremente en "El extraño caso
del Dr. Jekyll y Mr. Hyde", se desarrolla en Cádiz y en ella tiene mucha
importancia el carnaval gaditano. "El extraño caso del Dr. Toñito"
será un cortometraje de terror cómico, con escenas gore y eróticas, destinado
fundamentalmente a un público adulto. "El extraño caso del Dr.
Toñito", que se encuentra ahora en fase de preproducción, se rodará
íntegramente en Cádiz en abril o mayo, después de que Serrano Cueto termine un
documental sobre Mariano Ozores.
Producido por la empresa
gaditana Puppets Marionetas, "El extraño caso del Dr. Toñito" contará
para los personajes con las voces de los también gaditanos Álex O'Dogherty,
Manuel Tallafé y Ana López Segovia (de Chirigóticas), así como con Pedro
Casablanc como narrador. Además, el cantante y compositor Antonio Martínez
Ares, popular comparsita de la fiesta gaditana, escribirá e interpretará una
canción original.
Para hacer un seguimiento el proyecto:
domingo, 20 de diciembre de 2015
"SEX, SADISM, SPAIN, AND CINEMA. THE SPANISH HORROR FILM"
“Sex, Sadism, Spain, and Cinema.
The Spanish Horror Film”, publicado por la editorial americana Rowman &
Littlefield, obviamente en inglés, tiene la virtud, sobrevenida por su singular
origen, y por lo tanto totalmente involuntaria, de hablar desde la distancia de
una muy concreta parcela del cine de terror: el cine español dedicado al género,
integrado, sobre todo, en el período comprendido entre 1968 y 1977, aunque se
extiende también a la producción previa y a la posterior a esas fechas, lo cual
nos ofrece una muy especial perspectiva, la de alguien de fuera. El distanciamiento que inevitablemente eso provoca lo
convierte en una muy buena forma de dar a conocer al lector foráneo un cine
que, a pesar de su importancia internacional para públicos muy especializados,
no deja de considerarse marginal desde un punto de vista generalista. Más aun
cuando buena parte de la bibliografía cinematográfica del propio país al que
pertenecen todas esas películas, nuestra España, las ha despreciado o, lo que
es peor, ignorado por completo. Dos ejemplos sangrantes: el especialista José
María Latorre, en su imprescindible “El cine fantástico” (Dirigido Por, S.A., Barcelona, 1987), o el
rancio J.M. Caparrós Lera, en su “Historia crítica del cine español (Desde 1897
hasta hoy)” (Editorial Ariel, S.A., Barcelona, 1999) ni siquiera citan alguna
de las películas dedicadas al género en España en los libros relacionados de
los que son autores, lo cual supone, pese a los méritos indiscutibles del libro
de Latorre, cuanto menos, una total injusticia, si no una muy equivocada idea
sobre el sentido y la responsabilidad de la labor crítica e historiográfica.
![]() |
Fotograma de "La noche de Walpurgis" |
También es cierto que el cine de
terror español, especialmente en los últimos tiempos, siempre ha dado pie a
defensas y ataques desaforados, sin (buen) criterio alguno, o en exceso
apasionados, tanto en uno como en otro sentido, no siendo capaces sus exégetas
y detractores de valorar en su justa medida ese objeto de estudio. Es por eso
que debe ser muy bien recibida una aportación con un afán divulgativo tan serio
y riguroso y, si se quiere decir así, académico, escrita por alguien que no
pertenece a nuestra cultura, por mucho que la conozca de primera mano.
Su autor, Nicholas G. Schlegel,
nacido en 1970 en la ciudad estadounidense de Royal Oak (Michigan), aunque
criado en Detroit, pasó largos periodos de su infancia y juventud tanto en las
Islas Canarias como en Madrid debido a los negocios familiares. Actualmente es
profesor en la Wayne State University, de Michigan, donde enseña temas
relacionados con el cine. Su estancia en España le enseño a amar a nuestro país
y a su cine fantástico, ambas cosas desencadenantes del interés por esa parcela
tan concreta de nuestro cinematografía, que culmina en el interesante volumen
al que dedico estas líneas, fruto de una larga y profunda investigación para
alguien que ni vive en España, ni tiene en ella sus raíces, ni tiene el acceso
a su mundo cultural como lo pueda tener un escritor autóctono. Un trabajo que
da una visión del fenómeno muy contextualizada en la historia sociocultural de
la España que era contemporánea a cada una de las cintas sobre las que trata, y
que no dudo en asegurar que pueda haberse convertido en un libro ya
imprescindible para los lectores de habla inglesa que quieran interesarse por
el tema.
![]() |
Nicholas G. Schlegel |
Las 207 páginas de este compacto
y coquetón volumen en tapa dura, de tamaño muy manejable y agradables acabados,
pueden parecer pocas para hablar de un período del cine español que tanto abarca,
y de la que ya comienza a existir buena bibliografía en castellano. Sin
embargo, a pesar de consumir la mayor parte de sus cartuchos en tratar todas
esas cintas ineludibles que aquí algunos conocemos muy bien y que podemos
imaginar cuales son sin hacer el esfuerzo de relacionarlas, Nicholas extiende
su trabajo para conseguir una admirable concisión, concretando sobremanera en
lo fundamental al mismo tiempo que da un repaso puntilloso, exhaustivo y muy
bien documentado de lo que significó el cine objeto de su trabajo; todo sin
perder el norte y sin acabar yéndose por
las ramas. Su enfoque es muy serio y neutro, donde la pasión –que me
consta existe en el corazón del autor– es sustituida por la mejor de las disposiciones
para servir de guía, portavoz y albacea de un cine que ama, sin permitirse el
error de la ofuscación propia del incondicional.
Se incluyen dos prólogos, uno de
Jack Taylor, actor fetiche de nuestro cine en los años a los que más se dedica
el libro, y otro del gran Carlos Aguilar, indiscutible número uno de la
historiografía y la crítica de cine –sobre todo de género– en nuestro país.
Tampoco debe olvidarse el aporte iconográfico –todo en blanco y negro pero de
la mejor calidad– cedido por otro gran espada de la escritura cinematográfica
en España, Javier G. Romero, cuyos ricos archivos de imágenes son bien
conocidos. Para completar y complementar más aun todo lo anterior, el libro
finaliza con apéndice final integrado por una interesante entrevista con el
director Eugenio Martín –Pánico en el
Transiberiano (1972)–, centrada especialmente en descubrir cómo era la
industria del cine de género en España durante la época de la censura. El
volumen se completa con una rigurosa relación de las cintas que nadie debe
perderse para conocer el cine de terror español entre 1966 y 2014, una bibliografía
selecta donde abundan los libros publicados fuera de España y un índice
onomástico, complemento imprescindible que siempre ha de tener este tipo de
libros para facilitar su lectura y uso.
Un ejemplo del interés que
nuestro cine genera allá lejos de nuestras fronteras.
Juan Andrés Pedrero Santos
domingo, 6 de diciembre de 2015
"EL CINE NEGRO 2", de Víctor Arribas (Notorious Ediciones)
Decir que “El cine negro 2”
(Notorious Ediciones, 2015) es un libro ilustrado va más allá de la simple
alusión a la indiscutible calidad del aparato fotográfico con el que se
salpican los textos de Víctor Arribas en este generoso volumen. Lo evidencia el
muy visible trabajo de documentación con el que el autor ha querido
complementar su acicalada redacción –la carrera como periodista de éxito de
Víctor avala con creces ese quehacer–. Los textos nutren su consistencia con
numerosas citas de otros especialistas en el género (destacando los
imprescindibles Javier Coma y Noël Simsolo), así como se valen de potentes
contextualizaciones para introducir cada una de las producciones comentadas,
nada menos que sesenta, que amplían las otras tantas del previo “El cine negro”
(Notorious Ediciones, 2010).
Dicho en el mejor sentido de la
expresión, Arribas desprecia con su posicionamiento estilístico la actual
tendencia de la crítica de cine en cuanto a los modos de acercarse al objeto de
estudio. El periodista y escritor madrileño, por el contrario, siente fidelidad
por una fórmula más clásica, tanto como las películas sobre las que escribe. En
tal sentido, por inusual en estos tiempos que corren, las páginas que
configuran esta segunda incursión en solitario de Arribas en la escritura sobre
cine supone un soplo de aire fresco –valga el aparente contrasentido– como
relevo que quiere ser de estilos ya proscritos para el tipo de escritura que
practican las nuevas generaciones de críticos y comentaristas. Por la
concepción más íntima de sus escritos, no obstante, Víctor parece sentirse más
integrado en el colectivo de “escritores sobre cine” que en el de puros “críticos”,
pues, con todo, las diferencias existen para quien las quiera comprender.
Cinco años han pasado ya desde
que Víctor iniciara su particular homenaje al noir de sus entretelas –uno de los géneros más agradecidos de toda
la historia del cine–, dando ahora continuidad a aquella rigurosa y acertada
selección de películas que ofrecía en su primer volumen, respecto al cual éste
adquiere la condición de secuela; y esperemos que se convierta en saga. Ya
entonces bien podía decirse que eran
todos los que estaban pero no estaban todos los que son. A solventar esa
necesaria e incorregible carencia se entrega “El cine negro 2”, de nuevo de la
mano de Notorious Ediciones y sus siempre cuidadas ediciones, que sirve además
para ampliar la visión del género según Arribas, acompañada en el tiempo con
una necesaria segunda edición de aquel primer libro, que bien merece volver a estar presente en las mesas
de novedades, en su caso con un cambio de cara más acorde con el
envoltorio de estos nuevos textos que ahora se presentan en un segundo
volumen. Quizás se incluye ahora una selección de filmes que podría interpretarse como una
segunda línea de defensa con la que acrecentar la percepción que tendrá el
lector sobre la indudable pasión de Víctor por el género; pero no es del todo
así, pues cintas como Tener y no tener
(To Have and Have Not, 1945, Howard
Hawks), Perversidad (Scarlet Street, 1945, Fritz Lang), Cayo largo (Key Largo, 1948, John Huston), Cara
de ángel (Angel Face, 1953, Otto
Preminger) o Mientras Nueva York duerme
(While the City Sleeps, 1956, Fritz
Lang) parecen títulos que pudiera pensarse debieron tener un lugar meritorio
entre los incluidos en el primer volumen; pero se incluyen en éste, pues, como
insinúa el propio autor en su introducción, la selección fue delicada y siempre
injusta; el noir da para eso y para mucho
más.
Ah¡ eso sí, todas las películas
comentadas están estrictamente recluidas –nunca mejor dicho– entre los márgenes
del cine clásico americano. Por dar ideas: Víctor, ¿qué tal un tercer volumen,
en la misma línea, pero esta vez centrado en ese cine negro español de los años
cincuenta tan desconocido, entre cuyas obras existen algunas que poco o nada
tienen que envidiar a otras con pedigrí hollywoodiense?
Ahí lo dejo..., como se suele decir.
Por poner pegas, en la edición se
echa en falta la utilización de unos pies de foto que sirvan para
contextualizar –aun mejor y más allá de la evidente relación con la película que
se comenta en esas mismas páginas que ilustran– las escenas, actores, actrices
o particularidades que emergen de imágenes de tanta calidad como las que ofrece
este nuevo volumen editado por Guillermo
Balmori y Enrique Alegrete (responsables de Notorious). Tampoco se puede pedir mucho más, ya únicamente queda disfrutarlo
Juan Andrés Pedrero Santos.
jueves, 5 de noviembre de 2015
GARRAS HUMANAS (THE UNKNOWN, 1927, TOD BROWNING)
“Ya perdí mis brazos, y perdí tu amor.
Me quiero morir”[1]
Cuando Tod Browning aun no había realizado las
películas que le harían merecer la distinción de encontrarse entre los
cineastas siempre citados cuando se habla de los referentes del cine fantástico
–hablo de la desaparecida La casa del horror (London After Midnight, 1927), de Drácula
(Dracula, 1931), de La
parada de los monstruos (Freaks,
1932), de La marca del vampiro (Mark
of the Vampire, 1935) o de Muñecos infernales (The Devil Doll, 1936), hallándose entre
ellas lo más divulgado de su filmografía–, con la previa Garras humanas (The Unknown, 1927) lograba ya la que es
considerada por muchos –entre los que me incluyo– una de sus películas más
perfectas, a la vez que más representativas. En ella están todas esas
constantes temáticas que le hacen obtener la calificación de autor, todas sus
obsesiones, alejadas de cualquier contexto cultural, social, económico o político,
sin embargo centradas fundamentalmente en preocupaciones, fijaciones o
angustias de carácter más íntimo y primario, representativas de una psicología
compleja y posiblemente torturada, o al menos así lo refleja en sus personajes:
la tensión sexual, el rechazo amoroso, la belleza enfrentada a la fealdad, la
deformidad, el circo, los trucos, el engaño, la venganza, el estigma del
diferente, el destino trágico,... En el caso que supone Garras humanas, ésta no
se puede adscribir en sentido estricto entre los márgenes del cine fantástico,
pues en su literalidad es más un melodrama que otra cosa. Sin embargo, la
truculencia psicológica y la morbosidad latentes en todo su contenido, la
profundidad de su capacidad de sugerencia y la singular presencia de Lon Chaney
(1883-1930), que ya por sí sola añade unas connotaciones que cualquier otro
intérprete sería incapaz de igualar, hacen que todos la tengamos muy en cuenta
a la hora de pensar en el género.
Enmarcada en un viejo Madrid, que se sobrentiende
como un entorno europeo lo suficientemente exótico y pintoresco como para
constituirse en el escenario adecuado de un relato tan siniestro, se nos
presenta la trágica historia de amor no correspondido entre Alonzo (Lon Chaney)
–un hombre aparentemente sin brazos, capaz de disparar un rifle, lanzar
cuchillos, manejar un cigarrillo o beber una copa de vino exclusivamente asistido
por sus pies– y su amada Nanon (una jovencísima Joan Crawford) –la bella hija
del propietario del circo de gitanos donde ambos trabajan–. Nanon se siente en
cambio atraída por el forzudo Malabar (Norman Kerry), que la pretende a su vez.
Sin embargo, la relación entre ambos parece imposible: Nanon sufre un rechazo
patológico a ser tocada por las manos de cualquier hombre, con cuyo contacto devienen
inmediatamente el más puro terror en su rostro y la crispación en su figura.
Alonzo, manipulador de esa circunstancia, promoverá los encuentros entre Nanon
y Malabar precisamente para que se haga patente ese rechazo, ante el que él
mismo se siente a salvo, dada su carencia
de brazos, que le convierte en la pareja perfecta para la chica. Pero esa
carencia es sólo fingida; Alonzo esconde sus brazos bajo su camisa, forzados en
su escondite por un corsé bien apretado; estratagema que le sirve tanto para
ocultar la peculiaridad de tener dos pulgares en una de las manos, detalle que le
delataría como autor de algunos robos perpetrados en otras ciudades por donde
antes pasó el circo, además de hacerle aparecer como sospechoso número uno del
estrangulamiento del padre de Nanon, como para tener un motivo que avale un
acercamiento con garantías hacia su amada. Alonzo, conocidos los riesgos de revelar
su secreto ante Nanon y ante la justicia, opta por hacerse extirpar los
miembros superiores en un acto de iluminada desesperación amorosa, cosa que le
dejará el camino expedito para poner toda la carne en el asador en su intento
de conseguir una relación duradera con su deseada Nanon. Pero la fatalidad se
cebará en Alonzo cuando, mientras se encuentra ingresado en una fría y
desangelada habitación de hospital, recuperándose de la antinatural operación
quirúrgica que se le ha practicado, Nanon ve desaparecer de la noche a la
mañana todas sus fobias relacionadas con el contacto masculino. En esas, Nanon
y Malabar se prometen en matrimonio, pero querrán esperar a la vuelta de su
estimado amigo común Alonzo para que éste les acompañe en el feliz acontecimiento
del desposorio. Alonzo finalmente regresa, por supuesto sin revelar el motivo
de su ausencia de varias semanas, y recibe la impactante noticia, que tiene en
él un efecto cercano al enloquecimiento. El personaje interpretado por Chaney,
despechado, verá en el nuevo número de circo ideado por Malabar una forma de
venganza y consuelo. El espectáculo que ha puesto en marcha Malabar consiste en
atar cada uno de sus brazos a un caballo diferente, cada cual puesto en
movimiento en sentido contrario al otro. Cualquiera esperaría como resultado el
que la fuerza de los equinos desmembrara sin excesivo esfuerzo al artista circense;
pero el truco consiste en que los caballos corren sobre ocultas cintas en
movimiento que les permiten galopar sin que realmente exista desplazamiento,
aparentando que es la fuerza de Malabar quien les frena. Una palanca que
desactiva las cintas, convenientemente manipulada, podría hacer que toda la
fuerza de los animales repercutiera directamente sobre los brazos de Malabar, con
las consecuencias imaginables. Ese será el plan que dispone Alonzo con el fin
de dar cumplimiento a su venganza. Iniciada la ejecución de la vendetta, cuando Malabar ya está a punto
de desfallecer y de ceder ante las fuerzas contrapuestas que tratan de
destrozarle por culpa de Alonzo, Nanon se sitúa bajo los cascos de uno de los
encabritados caballos, tratando de frenarlo para salvar al que será su esposo.
El evidente riesgo de esa acción que Alonzo presiente para su amada, con ánimo
de protegerla, hace que la sustituya a los pies del animal, que en esa
oportunidad sí descarga toda la potencia de los cascos sobre el pecho del resentido
personaje, lo que le provoca la muerte.
Sin duda estamos ante una de las grandes joyas
de la filmografía de Browning, equilibrada, compacta, compleja en cuanto a su
riqueza intrínseca, sencilla en cuanto a la forma de su discurso, coherente y
sugerente, sin apenas reparos posibles en cuanto a su estructura, su puesta en
escena, sus interpretaciones o la claridad, atemporalidad y universalidad de sus
propuestas. Por un lado el peculiar rostro de Lon Chaney, potenciado por su
interpretación, compone un personaje cuya falsa discapacidad esconde una real
invalidez psicológica y una impotencia sexual de facto, arrebatado como está
por culpa de un deseo sexual que anda maquillado como amor romántico. Ese deseo,
reprimido en su exteriorización e insatisfecho en relación a los resultados
pretendidos, es dibujado por Browning a través de la simbólica castración
(autocastración en este caso) que supone la supuesta falta de brazos; más aun
cuando todo el apoyo que recibe lo tiene en la figura de un enano (John George),
igualmente de aspecto desagradable y de nombre “Cojo”. Apelativo que ningún
significado tendrá en inglés, pero sí dice mucho en lengua castellana –no
olvidemos que el contexto es el de un circo madrileño, aunque el idioma
castellano debe entenderse aquí como algo más que una referencia obligada–. El
papel de Cojo en toda la trama podría compararse con el de aquel Pepito Grillo disneyano, que en su caso parece tener
la función de soplarle al oído a Alonzo las soluciones y advertencias que
entiende más oportunas, como representante que es de su atrofiada cognición, un
alter ego en toda regla, pese a que incluso recibe amenazas de su señor ante el
hecho de ser el único que conoce todos sus secretos y anhelos, lo que
representa una lucha interna en la conciencia de Alonzo. Sirva indicar que Cojo
es un personaje que parece sólo relacionarse con Alonzo, en algún pasaje
compartiendo incluso vestimenta (capa y sombrero), lo que le da la condición de
doble, aunque en miniatura, casi invisible para el resto de personajes; algo
que debe caracterizarlo como una figura un tanto irreal, quizás únicamente
existente en la mente del lanzador de cuchillos; un reflejo de sí mismo que materializa
en su menor tamaño un complejo de inferioridad. Si añadimos a esto la presencia
del doble pulgar de Alonzo, cuya exposición podemos achacar tanto a una
alegórica y siniestra disfunción psicológica como a un simbolismo fálico
extremo –por la vía del número más que del tamaño–, capaz de representar la
desmedida pasión latente en el personaje, el retrato del torturado protagonista
queda así completado. La anécdota del doble pulgar, aparte de lo anterior y de
introducir la necesaria anormalidad presente en muchas de las cintas de
Browning, también es utilizada como un mecanismo añadido a la intriga, como un
elemento cuyo conocimiento por el resto de personajes pudiera señalar a Alonzo –como
ya he dicho– como el responsable de los robos perpetrados previamente, de los
que ningún detalle conocemos y cuya mención parece sólo servir para apoyar la
necesidad en la trama de ocultar esa deformidad; cuya existencia, creo,
pretende vincularse más a una sexualidad disfuncional que a la posibilidad del
descubrimiento del autor de esos crímenes pasados.
No menos complejo es el personaje interpretado
por Joan Crawford, la Nanon supuesto amor platónico de Alonzo. Su fobia al
contacto físico con los hombres se configura como la representación metafórica
de una represión sexual que lucha contra el instinto más primario que pueda
existir en cualquier animal, racional o no: la práctica del sexo, ya sea con un
fin reproductivo o por puro placer. El dueño del circo –a quien Alonzo asesina poco
después de que aquel reprobara el interés por su hija y además descubriera el
secreto de su falsa discapacidad– pudiera interpretarse a su vez como un
representante de la base social y cultural que fomenta esa represión, tal cual
la figura del pater familias es el principal
estandarte de la institución familiar, columna vertebral de esa institución para
toda sociedad que se pretenda ordenada, civilizada y sostenible en el tiempo, o
–como el valor en el ya fenecido servicio militar obligatorio– esa es la virtud
que se le supone. Poco después de desaparecer el padre, sin otro motivo que lo
justifique, Nanon ve desaparecer la fobia que la atormentaba e impedía avanzar
en su relación con Malabar; este último, sin embargo, un personaje de una
pieza, sin complejidad alguna, una mera excusa al servicio de la presentación y
desarrollo de los atribulados personajes que son Nanon y Alonzo. Esta lectura
viene acompañada de otra más directa: el que la animadversión de Nanon hacia el
contacto físico masculino se deba a un posible abuso sexual recibido de su
padre; “muerto el perro se acabó la rabia”.
La tensión sexual que se vincula a estos dos protagonistas
principales –que no entre ellos, al menos en ambas direcciones– es tremenda,
por mucho que algunas lágrimas de Alonzo quieran revestir sus sentimientos de
un aparente casto romanticismo. El fondo de la relación entre los dos ya se
define simbólicamente en la escena inicial, cuando vemos como Alonzo dispara un
rifle sobre una sensual Nanon como parte del espectáculo, retirándole el
vestido poco a poco gracias a su buena puntería –dispara con los pies,
sujetando el arma entre sus piernas–,
para, una vez escasa de ropa, pasar a lanzarle sus cuchillos –¿otro símbolo
fálico?–, que, claro, se limitan a rodear la figura de la muchacha sin herirla/
violentarla/ penetrarla. Valga decir que
la entrega y concentración de Chaney al servicio de su actuación era total –se
dice que permanecía con el corsé oprimiendo sus brazos durante los descansos
del rodaje porque pensaba que ese dolor le ayudaba en su interpretación–, pero
no tanto como para adquirir tal manejo de los pies que demuestra en algunas
escenas, donde era doblado por Peter Dismuki, alguien que había nacido sin
brazos y por ello había desarrollado tales destrezas.
La fatalidad de un destino inaplazable e
inapelable, muy en la línea de como sería tratado ese elemento por Fritz Lang a
lo largo de su extraordinaria filmografía, no tendrá ninguna piedad con Alonzo,
cuyo amor por Nanon será a todas luces imposible; siendo su desesperada y
alienante búsqueda por parte de Alonzo la causante directa de todas sus
desdichas. Los amantes de buscar tres pies al gato podrían decir que todo el
argumento está inmerso en el mayor de los ideales reaccionarios, donde debe
primar la normalidad y el orden, siendo castigada cualquier salida de tono,
diferencia o anormalidad, que siempre será entendida como monstruosa y
reprimida como merece. Por el contrario, será la virtud, representada por la
belleza femenina y la fortaleza masculina, ideales clásicos donde los haya,
quien merecerá toda expectativa de felicidad y futuro prometedor. Tornas que
iban a verse alteradas drásticamente en la sin par y posterior La
parada de los monstruos en una evidente operación de desenmascaramiento
de tan conservadoras creencias.
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
martes, 6 de octubre de 2015
CINE FANTÁSTICO Y DE TERROR ESPAÑOL, primer volumen
Ya está en las librerias una fantástica (nunca mejor dicho) primera parte de esta antología en 2 volúmenes en la que he participado junto a un montón de colegas y amigos. Un trabajo muy importante el de todos que estimo de referencia.
viernes, 28 de agosto de 2015
MISS MUERTE (1965, Jesús Franco).
Situada
justo en la mitad de la primera etapa profesional del ínclito Jesús Franco, la
cual podemos acotar entre 1959 y 1970, la coproducción hispano-francesa Miss
muerte (Dans les griffes du
maniaque, 1965), poseedora de un nivel de depuración formal no ajena al
mantenimiento y reafirmación del estilo del cineasta –valga indicar que estilo
a veces no es sinónimo de virtud–, tiene todo aquello que atesoran sus mejores
películas y, por fortuna, anda escasa de casi todo lo que convierte en
infumable buena parte de su filmografía; se trata de un cineasta sobrevalorado
por algunos sectores de aficionados, más propensos a poner el ojo en actitudes
y aptitudes ajenas al hecho propiamente cinematográfico. Algo que, por otro
lado, el mismo director se ha encargado de fomentar realizando bodrios
increíbles, no se sabe bien con qué interés –hay ciertas cosas que no disculpa
un presupuesto paupérrimo–, si bien debe entenderse como un estigma muy
vinculado a su particular carácter, a la intención última de su cine y a sus
prioridades vitales, cuando sobradamente ha demostrado que tiene talento y es
muy capaz de hacer películas interesantes y formalmente impecables. El número
de filmes dirigidos por Franco está en torno a los doscientos, unos cincuenta
más que John Ford; pero, me temo que Jesús Franco no es John Ford. Ante esto,
el conocimiento exhaustivo de su filmografía se convierte en una tarea ardua y
con toda seguridad penosa. Tal abundancia, por otro lado, supone que el puntual
conocimiento de sus cintas más renombradas, para bien o para mal, autoriza, con
un nivel de criterio entiendo que suficiente, para emitir un juicio
extrapolable al todo sin mucho margen de error, a la vez que orienta en
relación a la aprehensión de su evolución (o más bien involución) profesional y
a la asimilación de las claves de tan larguísima e inagotable carrera
cinematográfica.
Miss
muerte se sitúa,
pues, a medio camino entre la singular Gritos en la noche (L´horrible dr. Orloff, 1961) –que a ojos
de casi todos inaugura el género de terror en nuestro país, pese a su evidente
condición de thriller– y la elegante,
abstracta, todavía valiosa y a solo un paso del disparate Las vampiras (Vampiros lesbos, 1970), todo un
monumento a su musa Soledad Miranda. Sería poco después cuando Franco daba ese
paso temerario y definitivo que le faltaba aun para saltar hacia el abismo;
cosa que –según se intuye– tanto parecía desear, como parte del anhelo personal
de manifestar su libertad a toda costa y de su interés innato por la
provocación. Ese salto al vacío, y sin red, se materializa en la increíble y descacharrante
–hay que verla para creerla– Drácula contra Frankenstein (Dracula prisonnier de Frankenstein,
1971) –primera película que recuerdo con claridad, y no poco estupor, haber
visto en una sala de cine a mis tan solo cinco o seis años de edad–, para, seguidamente,
estrellarse con resultado fatal gracias a la abominable La maldición de Frankenstein
(Les expériences érotiques de
Frankenstein, 1971), cuyo título en francés, más arriesgado que el español,
hace ya temer lo peor de lo peor. A partir de ahí el despelote –nunca mejor
dicho– fue total.
La
relación autor-espectador entre Franco y un servidor detenta igualmente otro
hito en la historia de mi personal cinefilia, por supuesto no tan importante como
aquel bautismo previo, y, además, infrecuentemente repetido en mi caso. Es
entonces sobre uno de sus filmes donde recae el dudoso honor de ser el primero
que consiguió hacerme abandonar prematuramente una sala de cine –antes de
terminar la proyección, se entiende–, algo que únicamente he vuelto a experimentar
un par de veces más en mi ya relativamente larga existencia, si la memoria no
me falla. La película capaz de tamaña afrenta a mi incombustible y precoz
afición fue, creo, El tesoro de la diosa blanca (Les diamants du Kilimanjaro, 1983), evento que debo reconocer basa
su recuerdo en una mixtura, no del todo sostenible en cuanto a su certeza, entre
la remenbranza neblinosa de un hecho pasado y la intuición positiva respecto a
la realidad de tal acontecimiento. La autoría que ostenta su filmografía, algo
incuestionable, atesora en cualquier caso una frecuente y extraña poesía –no se
me ocurre otro modo de denominarla, muy a mi pesar–, para nada incompatible con
la cualidad de producto infecto de muchas de sus propuestas. No es el caso de Miss
muerte, entre lo mejor de su autor.
De
bastante parecido argumental –en sus líneas básicas– con Gritos en la noche, donde
el motivo de los crímenes del doctor Orloff (Howard Vernon) era abastecerse de
piel de jóvenes muchachas con el fin de practicar implantes en el desfigurado
rostro de su hija –lo que ya era una referencia directa a Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960, Georges
Franju)–, aquí, por el contrario, cambia el género del personaje protagonista.
Algo que ya de entrada la convierte en una película de mirada muy femenina. La
argentina Mabel Karr interpreta a Irma Zimmer, hija del doctor Zimmer –quien
evoca a otros mad doctors previos, como
Strangelove, Mabuse o el Dr. Frankenstein–, que tras ver fallecer a su padre, incapaz
de soportar éste la mofa y la humillación recibida de manos de sus colegas en
un congreso científico, promete a su progenitor continuar fielmente con sus
experimentos. Estos, entregados a localizar el lugar del cerebro que controla
el bien y el mal, una vez ya había sido obtenido cierto éxito con animales, acababan
de inaugurar las pruebas con humanos. Un sádico condenado a muerte que logra
escapar de un penal cercano al hogar del invalido científico –se mueve en una
silla de ruedas–, donde tiene la mala fortuna de recalar, será su primer
conejillo de indias. La trama, a partir de ahí, seguirá los crímenes perpetrados
por Irma con el fin de continuar la serie de experimentos, no sin que se crucen
por el camino tensiones sexuales tanto de signo heterosexual como lésbico y,
por supuesto, un sentimiento de venganza que le llevará a asesinar a las tres
eminencias científicas que comandaron la crítica hacia el trabajo de su padre.
Algo
en lo que siempre destacó Franco, al menos antes de su dedicación casi
exclusiva al cine erótico y pornográfico –faceta sobre la que no puedo opinar
por mi total desconocimiento; qué le vamos a hacer, uno es así de estrecho–,
fue en la elección de sus actrices, algunas de las cuales sobresalían por su
elegancia aparentemente natural, su sofisticada belleza y, como no, por su
capacidad de transmitir un morbo muy especial. En esa liga juegan la ya citada
Mabel Karr y Estella Blain; sobre todo la segunda, que por su papel como
artista de cabaret cuenta con más opciones para exhibir sus encantos; en esa
misma línea Franco trabajó con Diana Lorys y, especialmente, con la recordada
Soledad Miranda. Otro tipo de mujer, algo más excesiva, también fue siempre
requerida por el cineasta; en su caso más sexual que sensual, de rasgos más
duros y con otro tipo de atractivo, como fueron Rosanna Yanni, Kali Hansa,
Britt Nichols, Maria Röhm, Rosalba Neri o Janine Reynaud; a estas y a las
anteriores sentándoles muy bien los looks
de los años sesenta y setenta.
Miss
muerte cuenta con
ideas y momentos muy sugerentes que enriquecen una trama poco original, cuyo
interés reside, sobre todo, en el apartado plástico, dotado como está de bellos
y trabajados encuadres que reflejan un esforzado trabajo de planificación e
iluminación –Alejandro Ulloa es su director de fotografía–, sin olvidar la
segunda lectura del quehacer de algún personaje. Destaca, desde este último punto
de vista, la encubierta presencia del elemento lésbico focalizado en el
personaje de Irma –tan recurrente luego en el cine más desenfadado de Franco–.
Tras la muerte de su padre, Irma acompaña a su amigo Philippe (Fernando Montes)
a un cabaret donde distraer su pena. Allí contemplarán la sensual actuación de
Nadia (Estella Blain), quien vestida con una ajustada malla decorada con
motivos arácnidos, a juego con el escenario, practica un baile de seducción
hacia la figura de un maniquí, un hombre objeto en toda regla. Durante el
espectáculo, la mirada de Irma es sorprendida en su expresión con algo parecido
al deseo, y no hacia su compañero de mesa, sino hacia la bailarina a la que
luego tratará de dominar. Al término de la velada, Philippe acompañará a Irma
hasta su apartamento, a la puerta del cual él intentará un beso furtivo que Irma,
algo airada, sortea ladeando la cara ligeramente. Cuando aun Philippe no ha
abandonado el rellano, Irma entreabre la puerta de su domicilio para vislumbrar
entre las sombras la presencia de la solitaria silla de ruedas de su padre. Esa
visión le hace recular, volverse hacia Philippe e invitarle a pasar al
interior, donde suponemos pasa lo que tiene que pasar. Ese comportamiento,
aparte de expresar el lógico y doloroso recuerdo de su padre recientemente
fallecido, quizás simboliza igualmente ese sentimiento lésbico que Irma se
esfuerza en reprimir, y por lo tanto asimilable a una suerte de castración que
bien pudiera venir representada por la presencia de la silla de ruedas como
símbolo inequívoco. Más adelante, cuando recoge a una bella autoestopista,
parece mediar cierta atracción entre ambas, sobre todo cuando deciden bañarse
juntas en un lago que encuentran a su paso. El argumento lleva a Irma a asesinar
a la chica atropellándola, para luego introducir el cadáver en el coche,
prenderle fuego y tirar el vehículo al lago, todo con objeto de aparentar su
propia muerte, desapareciendo de ese modo de cara a terceros y disponiendo así de
mayor impunidad para continuar con los experimentos que inició su padre. La
lógica del incidente no impide que, yendo un poco más allá, podamos también interpretar
la escena como otra acción represora de su propia sexualidad, a la que castiga
eliminando a quien en ese momento es su objeto de deseo. Más insistencia se
debe hacer en afirmar esa presencia velada de la homosexualidad femenina cuando
presenciamos como Irma inmoviliza a las chicas que caen en sus redes con una
especie de robot (aunque consista en tan solo dos largos brazos metálicos y articulados,
cuyo acabado pulp canta a plástico
una barbaridad, aun más risible que aquellos que surtían al cine americano de
ciencia ficción de los años cincuenta), situando a sus víctimas de espaldas a
ella, dispuestas para una sodomización virtual que Irma ejecuta al introducirles
con parsimonia una especie de estilete en la nuca, a través del cual será
conducida la corriente eléctrica que las postrará a sus pies; toda una
penetración en clave metafórica. La relación entre Irma (Karr) y Nadia (Blain)
tiene otro momento no exento de chufla –adelanto también de otro de los talentos más característicos de Franco
en el conjunto de su filmografía– cuando la vengativa científica se vale de una
silla y de un palo para acorralar a una Nadia rugiente y de afiladas uñas, tal
cual la imagen canónica de domador y fiera respectivamente.
Aunque
no debiera dársele mayor importancia, no es oro todo lo que reluce. La ya
mentada excelencia formal conseguida por Franco en Miss muerte –rayana con
la sofisticación–, deja, sin embargo, huecos donde intuir que la querencia por
la chapuza, a la que luego dedicó parte de su carrera, no fue un cambio
sorpresivo de tendencia, sino la liberación de un vicio que ya existía, acaso
latente. Estoy hablando de la utilización de sonidos enlatados, repetidos de
forma impúdica unos (los truenos durante la escena de la fuga del penal) y
demostrando un desprecio por el detalle otros (se utiliza el aullido de un lobo
para ilustrar la imagen de un zorro y el chillido de un chimpancé para hacer lo
propio con un babuino en el laboratorio de Zimmer); detalles (o falta de ellos)
que para nada tienen que ver con la escasez de medios, sino con la falta de
interés por la verosimilitud y la complacencia con el destajismo que
practicaría luego el tío Jess sin
ambages y no tardando mucho.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
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